Felipe Fernández. Memoria

c.q.d.
Felipe Fernández

La hermana mayor de mi madre ya no puede recordar su nombre. Poco a poco su memoria se ha ido deshilachando. Comenzó con los recuerdos temporalmente más próximos, pero día a día, semana a semana, mes a mes, el olvido ha ido usurpando sus recuerdos. Definitivamente ajena a los prejuicios y a la corrección social, su vida se conduce por sentimientos y amores incondicionales, impermeable ante cualquier influencia diferente de sus sensaciones emocionales. Aunque la enfermedad ha conseguido apartar los nombres de las caras, no ha podido, sin embargo, deslindar esos rostros de sus propias reacciones -ora lágrimas, ora risas- que reparte siempre con la generosidad propia de quien se siente libre de cualquier condición. Resuelta a no permitir que el olvido interfiera en sus sentimientos, es capaz de responder a la estúpida pregunta “¿quién soy yo?” con una sentencia rotunda como “no lo sé, pero sí sé que te quiero mucho” para demostrar a los incrédulos que, si bien su reino no es de este mundo, sus respuestas son más inteligentes que algunas preguntas. Como es querida, respetada y admirada, afronta esta parte de su vida en paz, sonriente, dispuesta a mantener diálogos imposibles, pero decidida a no plantear más problemas de los necesarios. Su salud de hierro, nunca agredida por enfermedades reseñables, le proporciona un bienestar diario que compensa algunas otras cesiones mientras el resto caminar de los días transcurre imperceptible para ella. A pesar de los pesares, a pesar de las incomodidades, a pesar de los olvidos, nada es igualable al hecho de estar viva, de reír, de llorar, de besar, de abrazar, de querer y ser querida, aunque sea sin recuerdos, aunque sea sin memoria. Si sus olvidos le dieran algún respiro, recordaría con emoción cómo una de sus hijas se marchó a vivir a México por amor y todos los viajes que, como consecuencia de ello, la llevaron al país azteca para aprender a apreciarlo y quererlo. Si pudiera recordar detalles, podría describirnos con precisión aquella ocasión en la que un nativo le echó en cara la conquista de América con las, según el nativo, supuestas atrocidades cometidas por “vosotros los españoles”, a lo que ella respondió con más conocimiento que acritud: “Ni yo, ni mis padres, ni mis antepasados tuvimos nada que ver con la conquista; en todo caso los suyos, puesto que usted vive aquí. Y, ¿sabe qué le digo? –añadió con cierto sarcasmo– Pues que, gracias a esa conquista y al mestizaje, ustedes son un poquito más guapos; así que, ¡deberían, por lo menos, darnos las gracias!” ¡Y se quedó tan pancha!

(A Juana León, todavía dueña de sus sonrisas)

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