“Olvidar es imposible; perdonar es necesario”

c.q.d.
Felipe Fernández

Siempre quiso ser Guardia Civil. Sea por tradición familiar, sea por una vocación irremediable, su futuro fue muy visible desde niño. Muy joven, obtuvo el primer destino en Cataluña. Ilusionado por cumplir su sueño, rodeado de compañeros tan jóvenes y tan idealistas como él, todos los recuerdos de la época son alegres y felices; Cataluña, entonces, era distinta. Su segundo destino, todavía en prácticas, fue en Oyarzun, entre Lezo y Rentería, en pleno Territorio Comanche hace ahora treinta años. El relato de la época es, simplemente, aterrador: funerales en silencio, trayectos de cincuenta metros entre la vivienda y el cuartel con la pistola en la mano, bares que se vacían cuando cinco jóvenes con el pelo corto y acentos diferentes entran a pedir una cerveza … Consciente del

Salió del coche sin dolor, pero le falló el apoyo y cayó al suelo

peligro que le rodeaba, inmerso en un ambiente tan hostil como incomprensible para un joven de 22 años, vio morir a dos compañeros de promoción en pocos meses. Y una mala tarde, a la vuelta de una curva, patrullando en el coche oficial, una bomba maldita se llevó una de sus piernas. Salió del coche sin dolor, pero le falló el apoyo y cayó al suelo. Para cuando quiso ponerse en pie, ya era consciente de su destino. A partir de ese momento su vida cambió. No tuvo apoyo psicológico “porque entonces no existía eso” y denuncia sin rencor, pero con serena firmeza, el deplorable comportamiento que tuvo “El Cuerpo” con él y con otros muchos en sus mismas circunstancias. J.M.G. contó estas vicisitudes y otras muchas a los alumnos de 3º de ESO de nuestro centro en el marco del programa de testimonios de víctimas del terrorismo que organizan conjuntamente el ministerio de Educación y el del Interior. También describió el odio inabarcable que encontró en los ojos del terrorista que cometió su atentado cuando tuvo que mirarle a la cara en el juicio que lo condenó a treinta años. Cuando un alumno le preguntó si se había arrepentido alguna vez de haber elegido esa profesión, J.M.G. respondió tranquila y pausadamente que nunca, que volvería a elegirla una y otra vez. Nadie le preguntó si guardaba rencor o deseos de venganza; no fue necesario, era evidente. Mientras tanto, dos pisos más arriba, en la biblioteca del instituto, con una emoción y una dicción envidiable en una niña de 13 años, su hija P. declamaba un poema de Quevedo “cerrar podrá mis ojos la postrera sombra” que hacía difícil la respiración para los espectadores que veníamos de subir dos pisos corriendo. Porque, como dejó escrito Aramburu, “olvidar es imposible; perdonar, es necesario”

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