La tele. Enrique Silveira.

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Observo las noticias mientras desayunamos. Se suceden los dramas que ya no llaman tanto la atención porque la mayor parte del tiempo los noticiarios se regodean en las miserias del mundo y han conseguido acostumbrarme. Contemplo bombardeos, persecuciones, conjuras, atentados diversos, corruptelas, conspiraciones, asesinatos impunes, guerras inacabables que nadie puede entender y mi alma apenas se inmuta habituada desde hace mucho a tanto desatino. Reparo entonces en el gesto de mis hijos que se muestran pendientes de mis comentarios y ademanes; quizás buscan interpretaciones aceptables; aun así, certifico que tampoco estas desventuras les producen el lógico desasosiego, hasta que se percatan de un voluntario que transporta entre sus brazos, con esmero maternal, a un niño menor que ellos al que el mar ha depositado en la orilla -como pidiendo explicaciones- tras arrebatarle la vida. Se detiene el ruido de vajilla, se impone un incómodo silencio, todos nos interesamos atribulados por una escena tan desdichada como las anteriores, pero con un protagonista distinto, demasiado débil, indefenso, desvalido. Nadie conoce su nombre, de dónde procede, se ignora si sus padres lo acompañaban (¿estarán vivos?), todos a su alrededor apenas retienen el llanto dominados por la impotencia y el espanto, algunos se alejan atemorizados por la cercanía del horror que parece querer arraigarse entre ellos y pudrir sus entrañas.

Entonces descubro en la mirada inmaculada de mis retoños preguntas que no se han convertido en mensaje oral porque aún no encuentran las palabras precisas: ¿dónde se esconde la piedad del mundo?, inadvertida, ausente, descomprometida, sin la implicación que se espera de ella; ¿quiénes son los responsables de tamaña atrocidad?, no dan la cara, eluden su compromiso, han conseguido que este terrible suceso deje de ser su incumbencia; ¿qué ha provocado que estas familias huyan y se arriesguen así?, sin duda las escenas que ocupan los televisores, pero sin el guardián de la distancia que asegura la tranquilidad y la indiferencia.

Se puede apagar la televisión para desayunar y compartir conversaciones con los allegados

En el lugar de donde proceden debe imperar el terror de tal forma que la desbandada se muestra como la única solución factible; tales crueldades habrán presenciado que el viaje a ninguna parte les llena de optimismo; están convencidos de que sea cual sea el lugar al que arriben se vivirá en mejores condiciones de las que soportan en el mundo que les vio nacer.

Se puede apagar la televisión para desayunar y compartir conversaciones con los allegados en las que solo aniden las buenas maneras y los incidentes dichosos; es factible cambiar el canal que transmite noticias por otro que nos muestre un mundo feliz, aunque ficticio, que no nos revuelva el alma; podría manipular a mis todavía ingenuos niños y convencerles de que lo presenciado no es nuestra realidad, es la de otros que no viven en el primer mundo en el que ellos tuvieron la suerte de nacer… hasta que se produzca el inevitable descubrimiento.

Si obviamos las imágenes y nos refugiamos en la letra impresa, corremos el riesgo de que esta se vuelva indeleble en la memoria y sirva, como su poderosa pariente la imagen, para despertar conciencias. ¿No sería mejor actuar decididamente contra las personas que provocan estas calamidades? Sé que es una lucha que se presume perdida de antemano, pero solo así conseguiremos un futuro en el que podamos desayunar mientras vemos el telediario, sin arriesgarnos a enmudecer o a recibir preguntas para las que no tenemos respuestas.

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