La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Para un hijo de la Transición, criado entre las convulsiones del franquismo pero arropado por la democracia, la monarquía representa una concesión al tradicionalismo, aunque a la hora de hacer política se convierta en poco más que un ornamento. Acostumbrado desde mis primeras luces a elegir a mis representantes, no concibo que el Jefe del Estado se encarame a su puesto por un hecho tan simple como que su padre lo fuera antes que él. He de reconocer que este sistema es más barato y probablemente menos complicado que el de una república y eso me consuela. El predecesor del que ahora ocupa el trono, rey emérito, o sea, jubilado, despertó mi simpatía en aquel lejano 2007 cuando espetó el famoso “¡Por qué no te callas!” a Hugo Chávez, aspirante a rey, pero este de los populistas, que hacía gala como tantas otras veces de su impertinencia y pésima educación. Al arrinconar el dichoso protocolo, consiguió acercarse a la justicia divina y selló la boca de tan desenfrenado personaje, al tiempo que representó de verdad a muchos súbditos que hubiéramos pagado por sustituirlo en el encontronazo.
Corren tiempos en los que muchos comentarios provocan excesivo alarmismo porque se alejan de lo “políticamente correcto”, es decir, soslayar las responsabilidades o esquivar discursos que seguro pueden despertar resquemores en la parte siempre beligerante de la sociedad; por ello, resultan muy habituales las situaciones en las que sobran melindres y faltan arrestos para decir lo debido. Cabría la posibilidad de que, desterrados tapujos y miramientos, se dijeran cosas que residen en la mente de muchos, pero no ven la luz so pena de provocar la recriminación de los que pregonan las máximas de moda. Imagine una sociedad en la que se pudiera decir que los niños han pasado de vivir bajo una excesiva rectitud a ser educados en la permisividad, de manera que han cambiado el temor disfrazado de respeto por la altivez y la desobediencia, y que a veces campan a sus anchas. Suponga que uno niegue el uso del diálogo que aproxima a los discordantes cansado de que los interlocutores hayan renunciado reiteradamente a él, mientras apostaban por recursos como el secuestro, el asesinato o el arrinconamiento de los que no piensan como ellos, eso sí, exigiendo una democracia que ellos consiguen transformar en dictadura nada más poner las zarpas sobre ella. Al diálogo se llega si has acreditado suficientes méritos, no por sistema. Figúrese que la libertad de expresión no sea el refugio de alborotadores, rufianes sin oficio e instigadores repletos de contagioso odio que exigen para sí los derechos que niegan a casi todos los demás y aprovechan cualquier oportunidad para despotricar. Para levantar la voz vale más un alma pulcra que no una desarrollada habilidad para moverse en los estercoleros.
No se pueden aceptar doctrinas sustentadas en bazofia moral
Compruebe que hay un lugar en el que la soberbia, la xenofobia, el supremacismo, la insolidaridad y la ignorancia sumadas son la base de una ideología. Existen formas de pensar que no merecen más que el desprecio de los que dirigen sus esfuerzos a mejorar la sociedad aunando las particularidades de todos y no solo las de unos pocos. No se pueden aceptar doctrinas sustentadas en bazofia moral; ante eso un demócrata también ha de saber prohibir. El buenismo, el conchabe con los que no merecen más que desprecio, el olvido de compromisos que deben estar por encima de afectos u obsesiones es una forma de destruir la sociedad tan inadmisible como cualquier otra. Tolerancia sí, pero solo a quien se la gana.