La amistad y la palabra
Enrique Silveira
No pasaba un solo día en el que el recuerdo del abuelo no me asaltara. Me causaba cierta zozobra porque podría suponerse que mi alma había establecido una jerarquía sentimental en la que otros tan eficientes y entregados como él en la vida familiar quedaban un poco relegados. El abuelo tuvo una fuerte presencia en todas las etapas; cuando me recogía en el colegio – tan de niño que se erigen como mis primeras evocaciones- siempre me obsequiaba con las golosinas que mis padres solo permitían durante el fin de semana. A través de esas dádivas prohibidas, con su incesante ternura y la renuncia a la parte punitiva del educador, se estableció una connivencia entre ambos que no desapareció con el transcurrir del tiempo; solo fue mudando y las chucherías se convirtieron en preceptos morales igualmente sabrosos. Tuvo el abuelo capacidad de sobra para adaptarse al vértigo de la adolescencia y la juventud, a pesar de que su propia experiencia en esas fases de la vida estaban tan distantes que resultaban difíciles de recordar y, además, el mundo había cambiado tan deprisa que se mostraba irreconocible para una persona de su edad.
Ya en tiempos en los que el raciocinio se iba asentando en mi proceder, encontró la manera el abuelo de mostrar su sabiduría sin la prepotencia que tantas veces aleja al joven del adulto y sobre todo sin solaparse con mis padres para que ellos nunca pensaran que los suplantaba. De esta forma, me sentí unas veces como el Conde Lucanor ante Patronio y otras como el Pequeño Saltamontes mientras escuchaba al monje shaolin que, aun ciego, percibía mejor las cosas que los que veían con claridad. Con este andamiaje, sin saber distinguir a un epicúreo de un estoico y sin entender por qué Santo Tomás y San Agustín parecían enemigos irreconciliables si amaban al mismo dios, fue introduciendo en mí las conclusiones de un hombre sencillo, cauto y, ante todo, bueno. Así, repetía como si de una letanía se tratase, todos aquellos principios que le habían llevado a conquistar el afecto y la reverencia de los que habían convivido con él. No eran muchos pero todos inolvidables: respeta a tus mayores porque por mucho que vivas no tendrás tiempo de satisfacer la deuda moral que te une a ellos; no uses la palabra amigo con demasiada facilidad, utiliza conocido, allegado, compañero, camarada…, pues de aquellos hay pocos, aunque se confunden con facilidad; diviértete con los que gozan del don de hacer reír a los demás, pero observa sus tuétanos para asegurarte de que hay algo más en ellos que te pueda ayudar en los días anegados por las lágrimas y no solo en los que te arropan las celebraciones o las festividades; nunca permitas que los golpes precedan al diálogo, haz que el respeto a las opiniones ajenas sirva de sustento a tus argumentos y de esa forma conseguirás acuerdos tan estables que ni los violentos podrán modificar; desconfía de los que tratan a casi todos menos a ti con displicencia y alevosía, que es cuestión de tiempo que sus hábitos te sean aplicados de la misma manera; sé agradecido y recuerda que la ambición es el peor de los defectos si con ella solo consigues dinero y propiedades, pero no te proporciona el afecto y el respeto de los demás.
Al final de sus días, tenía la obsesión de ser recordado como un hombre de bien que había colaborado en enriquecer su entorno con las armas que la naturaleza le había otorgado. Y se fue como solo se van los inolvidables: tarde pero deprisa, por no molestar.