El rodeo (tercera parte)

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

No todos los días eran iguales en El Rodeo. A lo largo del año había efemérides que no pasaban desapercibidas y que constituían motivo de gozo. Por entonces en nuestro entorno, muy pocos -por no decir nadie- conocían la historia de nuestra ciudad con detalle, por lo que Alfonso IX de León era un auténtico desconocido; tampoco sabíamos del pasado árabe de nuestros antepasados, almorávide o almohade, ni que la ciudad fue definitivamente conquistada para la cristiandad el 23 de abril de 1229 (o 1227 según algunos) en el definitivo arreón castellano-leonés en la Reconquista, pero la noche del 22 de abril destacaba como ninguna del año porque en ella hacíamos la hoguera de San Jorge, en torno a la cual se desarrollaba una fiesta inigualable que abría las puertas de los días cálidos. La hoguera requería arduos preparativos; todos los que vivíamos cerca del mejor descampado de la ciudad acumulábamos madera, muebles viejos o todo lo que pudiera alimentar una llama (algunos lo llamarían ahora reciclaje sui generis) durante semanas. Debíamos protegerla porque el hurto estaba a la orden del día, así al mismo tiempo ganabas pertrechos para tu fogata y restabas reservas a los de al lado, con el único propósito de que tu pira fuera la más visible en esa noche mágica y sus rescoldos humearan durante días. El Rodeo esa noche se iluminaba como nunca y todos observábamos las demás hogueras con la ilusión de que la propia fuera la mejor; alrededor de las llamas los padres se aglutinaban y compartían viandas y bebidas (el ponche era la preferida) en una de las pocas ocasiones en las que podías alargar la charla del descansillo de la escalera, que daba para poco, e indagar en las inquietudes ajenas, por ver si la vida propia se asemejaba a las otras o la fatalidad te había elegido como víctima; el ambiente era tan festivo que incluso se nos dejaba probar el néctar de los adultos, aunque siempre nos supiera a poco por eso de que las restricciones han existido siempre y no se te permitía la ingesta de bebidas espirituosas hasta que la barba poblaba tu cara o abandonabas los aditamentos de niña porque tus hechuras de mujer no eran compatibles con ellos.

 
 
 
 
 
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Unos años después, supimos que el ayuntamiento organizaba una fiesta conmemorativa en esos días y, con el prurito propio de la edad, sustituímos una celebración por otra, por eso de disfrutar de las primeras verbenas y cerciorarte de que, más allá del barrio, existía mucho mundo por descubrir. También nos enteramos de que las hogueras que tanto nos divertían en la víspera de San Jorge rememoraban a aquellas que calentaban a las tropas de Alfonso IX que aguardaban extramuros para tomar la ciudad al día siguiente con la inestimable ayuda de Mansaborá (la pobre hizo tanto por los cacereños que bien podría tener cierto

reconocimiento, pero ya se sabe). Hubimos de hacer otro esfuerzo para entender la presencia del dragón, que poco o nada pintaba entre moros y cristianos y al que luego prendían fuego como nosotros a los muebles viejos en el barrio, pero poniendo un poco de nuestra parte – y acudiendo a los libros de Historia que para algo valen- se iba completando aquel complicado puzzle hasta que se componía una imagen más o menos inteligible.

En verdad, el desconocimiento de la historia de la ciudad no le quitaba un ápice de divertimento a la fiesta que, aparte el sesgo conmemorativo, suponía un inapreciable momento de solidaridad y buenas intenciones entre unos vecinos que la mayor parte del año estaban sujetos a una férrea rutina, que impedía el ahondamiento en las relaciones con los que compartían contigo el mismo aire y criaban a sus hijos en las mismas condiciones que tú.

Hay que destacar que la noche de San Jorge era un momento en el que la ancestral divergencia entre los sexos se dejaba a un lado. Los niños y las niñas compartíamos espacios, pero rara vez actividades, salvo en San Jorge: el patrón no sabía de conflictos entre hombres y mujeres y los amalgamaba alrededor de un fuego que servía de poderosa masilla. Ese día nos dábamos cuenta de que entre los géneros existen muchas más cosas que nos unen que las que nos separan. Buenos tiempos aquellos…

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