Río que fluye. Enrique Silveira

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Esa mañana, tras mirarse en el espejo, había constatado Juan Evolucionado que el tiempo no pasa de forma inocua: las canas cada vez más numerosas, las arrugas que se habían asentado en su cara donde antes lucía una tersa piel, las bolsas bajo los ojos y, sobre todo, las entradas que habían ampliado su ya de por sí despejada frente eran la prueba irrefutable de ese hecho. La vejez se aproximaba pero seguía disfrutando de la vida como si acabara de comenzar. Asumía los cambios físicos con entereza, alejado tanto de la zozobra como del desconsuelo que provocaban en algunos componentes de su generación; sin embargo, se preguntaba cada vez más a menudo si su espíritu había cambiado tanto como su aspecto exterior y si esas transformaciones habían supuesto una mejora o un empobrecimiento de los valores que singularizaban su ser. ¿Le reconocerían sus amigos de la infancia, sus compañeros de universidad o la gente a la que hacía veinte años que no veía? En verdad, conservaba el buen humor, una amabilidad innata que todos agradecían y no había perdido el interés por lo que le rodeaba, como algunos de sus contemporáneos. Eso sí, notaba Juan que muchas de sus opiniones habían cambiado tanto con respecto a sus posiciones iniciales que, si se hubieran plasmado en un retrato, podría reeditar la historia de Dorian Grey, pero exenta del horror que presidía la vida del personaje de Oscar Wilde.


Durante la primera juventud se había enamorado de una compañera de clase a la que cortejó -casi asedió- sin desmayo hasta que consiguió su correspondencia y gozó de los parabienes del enamorado; el esfuerzo le hizo suponer que ese amor era definitivo… Ahora convive con su novia, tras dos divorcios y una retahíla de relaciones que ya no recuerda con precisión.
 Sin haber cumplido los veinte, Juan se sentía identificado con el nutrido grupo de personas que consideraban la homosexualidad como un trastorno aberrante e inconfesable…Con el pasar del tiempo, los avatares han puesto en su camino a algunos de ellos y se ha convencido de que la única diferencia es su condición sexual, cuestión ésta sin ninguna importancia si tales personas exhiben las cualidades que engrandecen al ser humano y favorecen la convivencia.


Ha llegado a la conclusión de que percibe el mundo tal cual es

Recién llegado al estado adulto, cuando todos abrazaban la democracia como bálsamo curativo, consideraba Juan al que ocupaba un puesto político de relevancia como persona capaz y resolutiva, pues le parecía imposible que se pudieran alcanzar por casualidad o amiguismo tales cotas de responsabilidad… Hogaño, observa Juan, impotente y pesaroso, cómo recaen los cargos que mayores cualidades requieren en tuercebotas infumables que no tardan en mejorar las condiciones propias, pero olvidan las ajenas: lo primero es lo primero. Apenas tenía barba Juan por la época en la que todos intentaban comprender al que pensaba distinto -incluso al extravagante y al desnortado- porque la variedad enriquece y obliga al diálogo aunque no lo merezcas… En la actualidad, suele llamar a las cosas por su nombre y distingue una estupidez o una añagaza en el instante en el que se cruza con ellas.

No sabe Juan, en el presente, cómo contabilizar los cambios que al mirarse en el espejo, más allá de canas y arrugas, ha experimentado, pero ha llegado a la conclusión de que percibe el mundo tal cual es y no como lo veían aquellos ojos inexpertos de la mocedad. Y es que acertó el poeta al comparar la vida con un río que siempre lleva agua, aunque nunca es la misma.

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