La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Al tío Claudio lo mató el cuarto infarto tras haber vivido siempre a dentelladas pero sin perder nunca la sonrisa. Nació en un rincón de Extremadura del que decían era un inagotable vivero de rojos indomables, aunque él siempre destacaba de su pueblo la miseria generalizada y la ausencia de oportunidades para aquellos que no habían dormido en las escasas cunas ilustres. Cuando empezó la guerra –la que nunca se olvida– ya era todo un hombre y hubo de disponerse para la peor tarea del ser humano: defender a la patria, o sea, matar antes de que te maten. Nunca habló de lo acontecido en el frente, nunca supimos si la conciencia lo torturaba por haber arrebatado la vida a otros. Cada vez que preguntábamos, nos dedicaba uno de sus gestos socarrones y cambiaba hábilmente de tema. Solo contó lo ocurrido en el breve juicio que le llevó al penal de Ocaña para pagar por su connivencia con los derrotados. Ante un juez que apenas le había mirado durante el pleito, suspiró cuando supo que su condena era solo de dos años –la pena de muerte planeaba constantemente en esos tribunales–, pero cometió el terrible error de aprovechar el postrero turno de palabra. En él pidió una sencilla rectificación a la corte: durante el litigio le habían llamado rebelde y él había defendido al gobierno legítimamente constituido en las urnas; eran ellos, aunque vencedores, los que habían asaltado el poder. Esa educada intervención le supuso un año más de prisión…
Cada día de feria rendíamos visita e interrumpíamos la hipnótica alocución que cautivaba al que pasaba por allí
Al volver a ese pueblo en el que antes nadie vestía de azul, se encontró con todas las puertas cerradas y tuvo que reorganizar con urgencia su futuro, que el hambre acechaba. Se convirtió en feriante, lo que le hizo olvidar con rapidez la morada de sus ancestros porque nunca pernoctaba en el mismo lugar más de cinco noches y le costaba recordar el nombre del lugar, pues apenas si veía otra cosa que el recinto de los festejos. Cuando uno se relaciona con tantos sitios deja de tener un lugar de referencia y eso mitigó la añoranza que algunas veces le sacudía las entrañas.
Regentaba el tío Claudio la tómbola más grande del ferial. Para un niño era el epicentro del paraíso. Tener un tío tombolero cuando apenas pasas de los diez años es como si, ya adulto, tus familiares administran las instituciones o los centros de diversión más populares y gozas de prebendas que a casi nadie se conceden.
Cada día de feria rendíamos visita e interrumpíamos la hipnótica alocución que cautivaba al que pasaba por allí y casi le obligaba a investigar la oferta de regalos. Cada día el tío Claudio nos obsequiaba con una luminosa sonrisa, unos modos exquisitos y fichas para las atracciones que dirigían sus colegas de trabajo ante la mirada entre envidiosa y expectante de nuestros amigos. Antes de seguir con su itinerario de todos los años, por la mañana y con el toldo cerrado, nos permitía elegir uno de los regalos que todavía descansaban en los anaqueles y nos sentíamos protagonistas de un sueño irrepetible; nos dejaba tan felices que apenas nos salían las explicaciones, premiados por un familiar que conservaba la sonrisa contra la que no pudieron ni las trincheras ni el olvido de aquel pueblo que lo vio nacer y que, cuando quiso volver a él, se parecía demasiado a la cárcel que acababa de abandonar, solo que sin barrotes.