La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Desde la ventana del salón, observábamos el abuelo y yo su paso acelerado para compensar las mucho más amplias zancadas de su madre que no soltaba su mano a sabiendas de que podía producirse una inesperada desbandada en cualquier momento. Aún estaba lejos, pero sabíamos que era ella por su inconfundible abrigo rojo que siempre llevaba abrochado hasta su extremo, como si en vez de las calles de Cáceres recorriera las de Moscú. El abuelo sonreía de una forma especial cada vez que la veía; usaba modos desconocidos para sus hijos, que habíamos disfrutado de su cariño, pero no de ese que solamente se derrocha con los nietos, una vez superado el pudor y la continencia un poco absurdos que se tienen con la primera generación.
Babeaba con “la mancha roja”, así la llamaba, y solo dejaba de contemplarla en la lejanía para esperarla en el descansillo con la puerta abierta sin llamada previa, ofreciendo los brazos abiertos y con las piernas flexionadas para estar más cerca de su alma. Se podría pensar que los que no disfrutamos de tales lisonjas cuando transitamos por la infancia tenderíamos a los celos, pero nadie cayó en la pelusa dañina porque la niña producía el mismo fervor en todos los de la casa y no había espacio más que para el regocijo.
Laura produce de manera natural e incombustible, esa que tanto buscan otros sin encontrarla
Su temprana desaparición impidió al abuelo seguir disfrutando de una adolescente que tenía tiempo para preocuparse por todos sin perder un ápice de la ternura de la niñez y además conseguía que ningún obstáculo – los que martirizan a esa edad al protagonista y su entorno – lograra arrebatarle ni la sonrisa ni la frescura. Por ese tiempo el rojo era ya el color del vestido de Nochevieja y sus pasos habían ganado tanta amplitud que pasear a su lado comportaba un verdadero esfuerzo; eso sí: seguía siendo en la casa el cemento o las burbujas según el instante y su presencia se había convertido en imprescindible.
Mientras los que habíamos sido testigos privilegiados de su crecimiento empezábamos a encanecer, Laura conquistaba Salamanca -su temida universidad y su vida cosmopolita- con tanta alegría y determinación como la mostrada en el instituto; ganó espíritu crítico y limó las pocas aristas que aún sobresalían en su ya forjado carácter; se marcó directrices que delimitaban su futuro, sin ambiciones utópicas, sin ensoñaciones juveniles, sin prisas, sin pausas y consolidó la intrepidez que ya se vislumbraba desde la pubertad.
Tras las primeras tareas remuneradas que mejoraban las tardes de paseo o de tedio doméstico, llegaron los trabajos relacionados con su formación y supo en ellos trasmitir esa energía que
Laura produce de manera natural e incombustible, esa que tanto buscan otros sin encontrarla. No faltaron aspirantes para compartir sus experiencias y a nadie dejó indiferente. Fue Vidal quien salió victorioso y seguro que no se arrepiente de haber tropezado con ella para luego bendecir aquel tropezón; entre ambos han cumplido con el sacratísimo deber de renovar la especie: Paola y Carla así lo atestiguan y han conseguido que aflore en todos nosotros aquella desconocida sonrisa del abuelo. Sí, es mi sobrina, pero no es amor de tío.