Bañuls, Enrique Silveira

En su presentación ya nos alertó de que era persona de mal carácter. Adujo para justificarlo que sobrepasaba por poco el metro sesenta y que había nacido en Valencia, coartadas estas difíciles de entender sobre todo para imberbes que apenas conocían los entresijos del mundo y que aun miraban hacia arriba cuando se relacionaban con los adultos. En sus primeras clases dio muestras de que la franqueza era una de sus cualidades porque comprobamos que lo advertido se correspondía con la más cruel realidad. Definirlo con una sola palabra no resultaba fácil; albergaba en sí varios defectos que no encumbran a un profesor: autoritarismo, mal humor, displicencia, una inmensa escasez de recursos para empatizar con el alumnado, una volubilidad en su comportamiento que lo hacia impredecible -lo peor para el estudiantado, que solo busca una rutina aceptable- y un furor poco habitual pero tan caustico que algunas clases se empañaban de un escenario prebélico. Además de sus pocos centímetros, había heredado don Felipe una precoz alopecia que intentaba disimular con una costumbre muy de la época que en la actualidad pasaría como una excentricidad más: dejaba crecer el pelo que aun poblaba sus temporales y lo cruzaba sobre el parietal – con suerte también parte del frontal – de manera que su testa quedaba abrigada por cabello propio pero en situación inestable. Los días ventosos se convertían en un suplicio porque nunca sabia el levantino por dónde colgaban los larguísimos y exiguos cabellos con los que intentaba cubrir la zona menos fértil de su cabeza. Si su procedencia y su poca estatura provocaban su mal genio, esas contingencias lo convertían en un ciclón.

Los días ventosos se convertían en un suplicio porque nunca sabia por dónde colgaban los larguísimos y exiguos cabellos

En uno de ellos, un miércoles desabrido, entró en clase sin dar los preceptivos buenos días, es decir, con un humor de mil demonios, tras haber lidiado sin descanso con el irreverente viento de la mañana que había provocado un tremendo desaguisado en su ingeniería capilar. Ni tan siquiera había llegado a la mesa del profesor cuando este juntaletras recibió́ la instrucción de salir de inmediato del aula sin que hubiera habido tiempo ni de despegar los labios. Antes de que pudiera decir nada en mi defensa, me espetó que hacía mucho que no se encontraba de tan mal humor y, conocidos los precedentes, era mejor aligerar la clase por si eso mejoraba sus revueltas entrañas. Salí́ resignado y esperé: era del todo seguro que habría más damnificados… y no tardaron en acompañarme en el pasillo dos compañeros que como yo no sujetaban la lengua a tiempo. No muy afligidos pasamos el resto de la clase recorriendo el recién inaugurado mercado franco que por entonces se ubicaba en la céntrica Camino Llano para regocijo de sus incondicionales.

No tardó el valenciano en volver a su tierra, justo al final de ese curso, y ya fuera por la extinción de lo que para el pudo suponer un exilio, ya porque algunos profesores camuflan su verdadero carácter para sobrevivir en el aula, los últimos días del curso ofreció́ unas cualidades desconocidas – aparte de su sentido de la responsabilidad, su sabiduría y su laboriosidad – que dejaron un regusto muy agradable en los testigos de aquel primer día de infausto recuerdo. Han cambiado tanto los tiempos que habría que rebuscar para encontrar anécdotas similares; los escenarios no son los mismos y los protagonistas siguen otros guiones, tanto que en la actualidad hasta Bañuls podría empezar el curso con la mejor de sus sonrisas.

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