La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Cuando por fin aparece, cuarenta minutos después de la hora acordada, Mayte luce una de sus sonrisas más esplendorosas. Ha elegido para la ocasión un atuendo que, como con casi todo lo que se pone, permite contemplar la armonía de sus hechuras, esas que ella siempre piensa que no son las de antaño, víctimas del injusto transcurrir del tiempo; además se ha encargado de transfigurar su gesto con una inopinada cantidad de maquillaje, consecuencia habitual de la búsqueda de la belleza deslumbrante, las prisas y la mala iluminación de su cuarto de baño que enmascaran otra vez una naturaleza privilegiada. La primera conversación —tras el habitual reparto de besos y arrumacos— no se dedica a la justificación de su enésimo retraso porque todos a su alrededor hemos asumido que, sea el que fuere el acontecimiento, jamás llegará a la hora prefijada o dentro de los márgenes que establece el protocolo. Sabido esto, contestamos a su tradicional consulta sobre lo apropiado de su atuendo con respuestas anuentes idénticas a las de otras convocatorias porque no ha nacido el varón tan gallardo —o tan ignorante— capaz de poner en entredicho la elección en la vestimenta de una dama. No hacen falta más que unos pocos minutos para que se olvide el retraso y no sea concebido como afrenta, irresponsabilidad o desinterés porque vivimos en España y la impuntualidad, lejos de ser considerada un defecto, se percibe como una seña de identidad tan propia e imperecedera como la tortilla de patatas o el fandango. Y más aún si la que no respeta el horario es Mayte por dos razones concluyentes: al cabo de poco notarás que ha merecido la pena porque su impulso vital te habrá impregnado y, por otra parte, su escaso apego a la formalidad horaria está tan arraigado en ella que ni usando la tortura se conseguiría cambiar sus costumbres, por lo que esforzarse en su reeducación es una tarea tan inútil como pretender que algunos usen un cerebro del que siempre han carecido.

Jamás llegará a la hora prefijada o dentro de los márgenes que establece el protocolo

¿No me digas, lector, que naciste puntual?, ¿todavía te enfurece el retraso de los que te rodean?, ¿no es la primera vez que te marchas tras un margen de cortesía? Es posible entonces que no fueras capaz de citarte con Mayte o con otro de los españoles que no se propugnan como iconos publicitarios de los relojes de pulsera, que usan como mero adorno y no como medio para ajustar su llegada; es probable que no recuerdes el número aproximado de veces en los que se ha disipado tu buen humor tras esperar inquieto a las personas con las que te habías citado.

Los optimistas piensan que se puede instruir al más descarriado, que con paciencia y dotes pedagógicas se pueden forjar buenos usos en los que no aprendieron a emplearlos o simplemente los desconocen. Los pesimistas prefirieron cambiar de compañías porque no confían en la capacidad del ser humano para redimirse. Si no perteneces a ninguno de lo otros grupos, puedes realizar un ejercicio de templanza —sin llegar al estoicismo— para que la placidez habite en tu existencia y arrincones el enfurruñamiento que te produce la espera. Cuando quedes con Mayte, puedes retrasarte tú también o utilizar su demora para recordar las virtudes que la hacen imprescindible el resto de la jornada. Reprimirla o intentar encauzarla para que llegue la primera es perder el tiempo… por experiencia propia.

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