c.q.d.
Felipe Fernández

Hace unos pocos días pasé a media mañana por el centro de mi pueblo. Aproveché una visita al cementerio para ver a mis padres y no resistí la tentación de darme un garbeo por sus calles. Era sábado, hacía buen tiempo y comenzaba la hora tradicional de “tomar las once”. Desde el camposanto recorrí muy despacio con el coche lo que hace unos años fueron calles con buen ambiente, con bares para elegir y paseantes que se arrimaban a ver y dejarse ver. Tuve la sensación de que esas mismas calles se dibujaban ahora más estrechas y más cortas, como si el paso del tiempo las hubiera encogido un poco. Pero lo realmente impresionante fue la ausencia de peatones -apenas uno o dos caminando despacio y cabizbajos- y las puertas de los bares, en otro tiempo símbolo de su pujanza, cerradas a cal y canto; un silencio espeso, desafiante, con los pocos coches aparcados en las calles aparentando formar parte del atrezo, completaba el decorado. Cuando terminé el recorrido saliendo por la piscina municipal en la que tanto disfrutamos entonces, sentí una nostalgia inacabable, como si el esternón quisiera recuperar su sitio a empellones. Los escasos cuarenta minutos de vuelta a Cáceres -ahora sí por una carretera homologable- fueron un aluvión de imágenes, recuerdos y añoranzas dispersas, un resumen desordenado de tantos buenos años y tantos buenos ratos. Como repetir comportamientos antes criticados forma parte de la vida, aprovechamos cada reunión familiar -sea la que sea la excusa con la que se convoque- para recuperar el pasado y sus risas; y contar, y recontar, y volver a contar una vez más las mismas anécdotas que tanto nos gustan, a veces bien recordadas, a veces ligeramente modificadas a medida del público escuchante. Quizá influido por todo ello, quizá porque el destino suele comportarse de manera caprichosa, un verano de estos últimos, después de muchos años sin hacerlo, volví. Más por comprobar la fidelidad de mi memoria que por pura intención hedonista, acepté la invitación de mi primo, compañero querido de las correrías de la época. Y volví a pisar esas calles, ahora más pequeñas y con menos gente; y recuperé horarios imposibles propios de cuerpos más jóvenes; y tomé con los amigos de entonces conversando sobre pasado y futuro, sobre presente, como si los años transcurridos solo fueran canas y algún kilo de más. Al día siguiente me dolía la cabeza, naturalmente. Pero me fui con la sensación de guardar un puerto seguro, un lugar al que volver cuando sea necesario, un lugar en el que encontrar refugio, así, cerca de mis padres y cerca de mis recuerdos.

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