c.q.d.
Felipe Fernández
Todo el mundo lo llamaba “El Jabalí”. El nombre correspondía a una cabeza disecada de ese animal que, gracias a las costumbres cazadoras del dueño, presidía el local. No excesivamente grande, pero bien ventilado y, sobre todo, abierto a un enorme patio interior, nos permitía organizar nuestras fiestas con la tranquilidad de saber que molestaríamos poco o nada. Amueblado con tres o cuatro sobras, nos sentíamos muy afortunados por disponer de un lugar en el que celebrar nuestros guateques y hacer nuestros primeros escarceos. La bebida siempre era la misma, coca-cola mezclada con vino tinto del barato, un poco de azúcar y un poco de canela, porque alguien había dicho que favorecía el acercamiento en los “agarraos”; la verdad, nunca tuvimos comprobación empírica de esta afirmación porque si, efectivamente, había acercamiento, siempre lo achacábamos a nuestras virtudes oratorias y bailarinas, y nunca a influencias externas.
Cuando tocaba la canción larga había que avisarlo con la antelación debida
Bien es cierto que algunos especialistas hacían todo tipo de contorsiones para evitar los sempiternos codos femeninos, pero cuando por fin conseguíamos despejar el camino, nunca se lo atribuíamos a la canela, sino a nuestras propias habilidades. La otra cuestión importante de la organización tenía que ver con la música. Cuando conseguimos un equipo más o menos fijo, solo hubo que decidir quién se hacía cargo de quedarse a los mandos. No era una decisión fácil porque, aunque ya había, como en todas las pandillas, locos por la música y conocedores de los grupos de la época –finales de los 70 y principios de los 80-, todos querían, justamente, sus oportunidades. Acudimos por ello a las rotaciones -no siempre iguales, no siempre para todos- con una única condición: cuando tocaba la canción larga había que avisarlo con la antelación debida. Las dos canciones largas preferidas fueron casi siempre “Hotel California” de los Eagles y “Shine on you crazy diamond” de Pink Floyd. Ambas cumplían los dos requisitos requeridos, puesto que eran lentas y con una duración muy superior al resto, de tal suerte que, hasta los más prudentes, los más torpes, o los dos, tuvieran sus oportunidades. Como es fácil deducir por la época y por las herramientas, el resultado siempre fue desigual. Concentrados en nuestros propios esfuerzos, nunca estábamos pendientes de los otros, con lo que los resúmenes posteriores siempre llevaban algún adorno imaginativo que disfrutábamos con la misma intensidad que si hubiera sido todo cierto. Pasado un tiempo nos mudamos a otro local más húmedo, más grande y con rincones más oscuros; pero eso es otra historia.