Las crónicas de Cora
Cora Ibáñez

Después de todo soy una persona con escasa paciencia.

Me exaspera tener que esperar día tras día a que se resuelvan problemas ajenos totalmente a mi intervención.

Ya me desespera cuando me toca aguardar acontecimientos que suponen unos cuantos minutos.

No sé qué hacer con mi tiempo en esas ocasiones. Entiendo que despotricar ante los sujetos directos y culpables del robo de esos segundos no conduce a nada, sí que me sirven de consuelo interno los pensamientos negativos y siniestros que mi imaginación me brinda, además de los calificativos desproporcionados que inundan mi mente y que me gustaría desatar en el momento justo. Después, cuando al fin se cumple el tiempo y todo vuelve a su cauce, reconozco que se me pasa el malestar y se duerme la impaciencia en el sueño del olvido. Si la demora es por causa insalvable y ajena a la voluntad del causante, no suelo tenerlo en cuenta para ocasiones futuras, pero si depende exclusivamente de la injusta participación de la mala educación de algunas personas, reconozco también que, aunque el enfado sea pasajero, mi actitud se modifica para los próximos encuentros y se traduce en indiferencia mi entusiasmo primitivo.

En resumen, en mi actual estado, ya he frito todas las consecuencias y metodologías existentes para que mi paciencia esté en modo de prueba y me amoldo a sentir la sangre hirviente recorrer mis venas sin atisbo de solución a mi estéril espera.

Debe ser que soy una persona con escasa paciencia, pero como suele decirse: la paciencia tiene un límite y la mía ya hace días que lo sobrepasó.

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