Isabelita. Enrique Silveira

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Apenas ha amanecido cuando se escucha el maniobrar de alguien en la puerta de entrada a la vivienda. No, no es un ladrón que intenta despojarnos de nuestras posesiones; tampoco una intempestiva visita porque usa la llave correcta. La duda se despeja rápido al escucharse un sonoro y festivo «¡buenos días!” que nos alerta de la presencia de Isabelita. El diminutivo tiene muchos usos, algunos con carácter negativo, pero en este caso no muestra ni el tamaño -más que suficiente como ella misma dice- ni los pocos años, pues nuestra protagonista se acerca a la edad de la jubilación que no disfrutará nunca porque ya surgirán responsabilidades incompatibles con ese derecho: la desinencia se añade por el cariño que le profesamos.

Atraviesa con rapidez el pasillo, al tiempo que se asegura de que en las dependencias por las que pasa no hay alguien a quien saludar y colmar de halagos hasta plantarse en la cocina. Todavía un poco adormilados, respondemos al saludo que aún flota en el aire y disfrutamos de su perenne sonrisa a la que acompaña una manera de gesticular tan particular que podría presentarse como un carné de identidad. Destila actividad con su sola presencia, pero nos indica que lleva un rato largo levantada -mantiene una inveterada aversión a las sábanas- y que, por no interrumpir nuestro descanso, ha recorrido media ciudad con sus ya características zapatillas de senderismo, que solo se quita para calzarse los preceptivos zapatos de baile en sus clases vespertinas, antes de disponerse a dejar reluciente nuestra casa como todos los viernes. Tras preguntar por los allegados que no están presentes, ofrece un breve repaso sobre las peripecias de su prole, que siempre la obsequia con otro quehacer, y se dispone a cambiar el juvenil atuendo que porta con el desparpajo de una quinceañera por otro más adecuado para los trabajos domésticos.

Destila actividad con su sola presencia, pero nos indica que lleva un rato largo levantada

Sabemos del comienzo de estos por el incesante canturreo con el que los acompaña; no vemos su final pero sí apreciamos sus consecuencias porque regocija volver a casa tras el paso de este torbellino incansable capaz de mover los muebles como un estibador y con la que no han podido ni la prematura muerte de su marido, ni la crianza de sus hijos -y ahora de sus nietos-, ni las consecutivas reformas laborales: a ella nunca le ha faltado la confianza de los que han conocido su constancia, su honradez, su fidelidad y una eficacia cada vez menos perceptible en la sociedad. Si se añade que la lealtad funciona como un antídoto contra las barreras generacionales, se entiende que los descendientes de los que gozaron de ella cuando apenas frisaba con la edad adulta hayan heredado la fiabilidad que siempre ha derrochado. No sabe Isabelita de la lucha de clases; tampoco se interesa por las disputas ideológicas; no se impresiona con las hazañas de las heroínas feministas porque ella roza el heroísmo todos los días; mucho menos se preocupa por el partido gobernante o las fluctuaciones bursátiles; identifica la jubilación con el día que no pueda levantarse de la cama, pero nunca se abandona en el lamento ni en la desesperación.

Si supiera que estas palabras le están dirigidas, cubriría su rostro con ambas manos y rotaría sobre sí misma para despojarse del pudor que le producen las lisonjas de los demás; después golpearía con una de sus palmas mi hombro como gesto de agradecimiento. Su recato se agigantaría si se enterara de que en muchas cuestiones nos gustaría parecernos a ella.

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