Desde mi ventana
Carmen Heras
Debe ser muy satisfactorio tener las ideas claras, la vocación transparente, el modo de vivir resuelto. Casi nadie lo consigue. La mayoría solo barruntamos por dónde puede circular la verdad, indagamos de continuo sobre nuestros pasos intentando entender con qué disfrutamos, “batiéndonos el cobre” de mil maneras, en el día a día de la subsistencia.
Cuando leo una entrevista de Joaquín Araujo tengo esa sensación. La de que este hombre parece haber alcanzado la sabiduría. Sus respuestas son vehementes pero mesuradas. No todo el mundo reflexiona y por supuesto no todos somos naturalistas convencidos como lo es él. Araujo parece haber encontrado la fórmula que le permite, desde la soledad reflexiva, comunicar e instruir a otros sobre sus propias meditaciones, frutos de la experiencia y la vocación. Vive en el campo extremeño y a él se debe, y ahora, con motivo de la publicación de un nuevo libro: “Laudatio Naturae” escuchamos sus lúcidos comentarios sobre la inteligencia, la naturaleza y la vida. Dice sentir la inacción de los poderes políticos frente al cambio climático con absoluto desgarro emocional, por la falta de lucidez con que éstos responden al desafío. Por su falta de compromiso con la palabra dada a unos electores, que casi nadie cumple. Escuchándole me he preguntado, cuánto tiempo necesita la sociedad para dejar de remitir, vía elecciones, una responsabilidad cierta a la clase política, si está bien demostrado que ésta no sabe o no quiere cumplirla. Y me contesto diciéndome que quizá haya llegado la hora de buscar respuestas en las propias obligaciones ciudadanas, en vez de en su delegación actual en unos representantes que les fallan.
En ese juego de tronos en que parece haberse convertido la política el servicio al ciudadano ha quedado en uno de los últimos lugares del ranking de los objetivos
Lo que está ocurriendo en la esfera pública, esa sobre la que Araujo hace pivotar las decisiones, es algo para repensárselo. Y debiéramos hacerlo entre todos, porque los movimientos se producen a velocidad exponencial. Basta con mirar las últimas decisiones del Pleno del Ayuntamiento de Badajoz, de liberar a todos los ediles de los grupos coaligados, u otras tomadas en ayuntamientos similares, para darse cuenta de que no es la búsqueda del bien común lo que anida entre unos u otros. En las designaciones de candidatos (sin contrastes respecto a su efectividad); en la ausencia de correctores ante la deriva de los componentes de un sistema (local o general), que cometen errores que nadie corrige; en la fragmentación de un espacio político en infinidad de fuerzas que valen más por su papel estratégico en hipotéticos pactos con otras que aspiran a gobernar, que por el número de votos obtenidos en las urnas. En ese juego de tronos en que parece haberse convertido la política (tonto el último que llegue y no obtenga un buen sueldo), el servicio al ciudadano ha quedado en uno de los últimos lugares del ranking de los objetivos. En todos los casos, se descubre la decisión similar de obtener provecho propio antes que colectivo y una idea pragmática de la acción política que dicta que para trabajar en ella antes hay que cobrarla repartiendo dividendos entre socios, amigos y familiares.