Desde mi ventana
Carmen Heras
La mayoría de las personas somos gentes tremendamente normales, yo diría que asquerosamente normales, tenemos nuestras ocupaciones y nuestros afectos. Disfrutamos de nuestras virtudes y penamos por nuestros errores. Pertenecemos a la parte, mayoritariamente, mayoritaria del grupo de los humanos. Respondemos a los estímulos y con mayor o peor fortuna sabemos comportarnos dentro de las normas de lo qué se entiende como social. Y luego, hay un grupo pequeño que va por libre, atravesando los estadios normales de comportamiento, arrugándolos y consiguiendo, alguna que otra vez, imponerse en el subconsciente colectivo.
Yo me pregunto en qué día, minuto o segundo dejó de ser normal la normalidad, esa que permite la convivencia, y qué sucesos ocurrieron para producirse tal transformación. Son preguntas retóricas, claro. Semejantes a aquella con la que se inicia la famosa novela de Vargas Llosa “Conversación en La Catedral”(1969), cuando uno de los personajes fundamentales pregunta al otro, un periodista joven, trasunto del propio autor “¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?”
llena de inseguridad y miedo…”.
Pues eso, amigos, a veces el carácter, la educación y las circunstancias te impelen a controlar el gesto, la risa, las palabras. Para no molestar, para no equivocarte, para no parecer crédula o engreída. Conviene no confundirse en esos juicios que— Carmen Heras (@carmenheras) June 13, 2022
Pues eso, en qué momento. La preguntita de marras se las trae, en la novela y a partir de ahí surge una amplia reflexión sobre las condiciones de Perú en un período político determinado y emerge un extraordinario relato que a todos nos impactó. También yo, hoy aquí, junio de 2022, vengo a preguntarme qué fue lo que se hizo para que las personas hayamos perdido el don de actuar con normalidad en un mundo normal.
Puede tener que ver con la educación. Y con el pensamiento íntimo de muchos de que merece la pena no tenerla. No hablo, claro está, de la educación reglada, esa que se enseña en la escuela y los institutos, y que tiene, a decir de la voz de la opinión pública, que hacer frente a todo, cuál un cajón de sastre con recetas para cada cosa, no. Me refiero a la otra, la que se aprende subliminalmente en casa, desde la infancia, dentro de unos códigos imperceptibles y elementales de conducta, reguladores de la mínima relación cordial y de respeto con tus semejantes.
Porque amigos, no pretendo estar todo el tiempo con la palabra educación en la boca, ni tampoco añorar la de nuestros mayores, se trata simplemente de manejarla como vía de progreso y concordia entre los humanos, lejos de disputas irredentas; poder, a través de ella, seguir mirando hacia adelante dejando un camino para los que vengan después. Siempre innovando en unas dosis justas de medida. Porque progresar es tarea de todos, de los de antes y de los de ahora. Sin traicionar el pasado, ni hundirlo. Y por ello, no hay cosa más terrible que avergonzarse de la propia trayectoria, sobre todo cuando ha sido publica, y ha estado unida a un desarrollo general del bien común. Eso no es normal. Avergonzarse de tu vida pasada es una deslealtad, antes de con los otros, contigo mismo. Si es cierto que lo que hacemos en la tierra tiene su reflejo en la eternidad, la educación borda la bandera de los espíritus libres y con criterio para discernir. Y cuanta falta hacen unas cuantas docenas…