De semejanzas y diferencias

Desde mi ventana
Carmen Heras

Según parece, tenemos los seres humanos un instinto irrefrenable por querer parecernos entre nosotros. Se manifiesta, no sólo en emular cuanto de bueno dice tener o tiene nuestro vecino, sino, y aquí viene la sorpresa, porque intentamos igualarnos a cualquiera que te narra su vida, incluso en sus desdichas. No sería la primera vez que habiéndote quejado tú de (pongamos por caso) una ridícula caída o un fuerte dolor de muelas, el que te escucha se hace lenguas conque eso mismo le ha pasado a él o ella, que para eso no establecemos distinciones de género. Es como cuando se cursa una carrera o se preparan oposiciones, que alguien del grupo pregona que no ha estudiado nada y ahí se escucha a todos los presentes presumiendo de lo mismo, al alimón, no me digan por qué.

No creo que estas reacciones sean un mero producto de la envidia. Al menos no en cada caso. Se trata más bien del exponente de una de las características más gregarias del ser humano, o de ese afán profundo de socialización que todos llevamos grabado en nuestras entretelas. Que, para el caso, viene a ser lo mismo.

Recuerdo perfectamente su nombre, a pesar del mucho tiempo transcurrido. Ocurrió un día cualquiera, en un aula de niñas de 11 años donde una de las escolares no controla sus esfínteres y la orina se le escapa. Allí, delante de todas. Moja su ropa, el asiento y el suelo. Recuerdo nuestra sorpresa, mezcla de asco, mezcla de piedad, sin entender. Huele fuerte la clase. La protagonista se avergüenza, se levanta y se va con la cabeza gacha, casi corriendo, conminada por la profesora que, a voces, la amonesta. Por descuidada, por olvidadiza, por no ser capaz de aguantarse, por no pedir ir al baño… En mi recuerdo perdura su cara temerosa, su duelo, la incomodidad que el hecho nos provoca, ese no saber cómo hacer, la incomprensión con que observamos un acto tabú para el manual de buenas prácticas de “buenas niñas”, que -decidimos entonces, entre nosotras- bien pudiera haberse evitado, desconocedoras como éramos del desarreglo que lo produjo y de sus causas.

Mucho ha cambiado el cuento, desde entonces. Al recuerdo infantil, recogido en la memoria, tan rodeado de vergüenza y oprobio ajenos, enfrentamos hoy, primavera 2022, miles de conversaciones sobre otro asunto tabú, las reglas dolorosas de las mujeres. El tratamiento, con rango de ley en los casos extremos, ha llenado artículos y tertulias, sin opiniones unánimes. Basculantes entre quienes lo valoran como un adelanto y quienes ven en ello un retroceso por la exposición pública de algo eminentemente privado, tan especifico que bien pudiera tomarse como pretexto para discriminar en negativo a sus deudoras dando al traste con los muchos años de lucha por la igualdad social de derechos de hombres y mujeres.

Sin duda debe existir un término medio entre el pesado oscurantismo de antes y las exposiciones exhibicionistas de ahora. Entre los deseos de quienes anhelan ser tratados como iguales y los empeñados en ser distinguidos por diferentes. Será el tiempo el regulador de la balanza, como en tantos otros asuntos. No les quepa la menor duda.

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