Desde mi ventana
Carmen Heras
Contaba mi padre la historia de dos amigos que un día de verano decidieron irse a dar un baño a uno de los los caozos del pueblo y, como quiera que ninguno de los dos era buen nadador, estuvieron ambos a punto de morir y solo pudo salvarlos la Divina Providencia encarnada en las fuerzas de un tercero que pasó por la zona y escuchó los gritos.
Y es que al tirarse al agua el primero y notar que se iba al fondo, llamó a gritos al segundo para que le ayudara. Acudió éste sin tardanza, pero el pánico del que pedía socorro era tal, que al agarrarse a su cuello, con la fuerza de la desesperación, lo dejó incapacitado para hacer ningún movimiento; por el contrario, al empujar una y otra vez su cabeza y sus hombros dentro del agua hacia abajo, ambos se hundían.
Y fue entonces, en décimas de minuto, cuando el segundo, con clarividencia, vió que debía desembarazarse del desdichado, salir del agua y correr hacia el camino para pedir ayuda. Aunque pareciera que, momentáneamente, lo abandonaba. Un tercero llegó a ayudarlos. Abrazados marcharon luego, todos sanos y salvos, para casa.
Contaba mi padre que hay que buscar la ayuda en los ajenos, cuando las fuerzas fallan, cuando adquirimos consciencia de que no lo sabemos todo, ni somos inmortales, ni siquiera totalmente autónomos para sobrevivir. Eso, en vez de apretarnos, miopes, haciéndonos carantoñas los amigos, por ser los de siempre, los cercanos, hasta desaparecer. Claro está que hay que darse cuenta a tiempo.
Y apercibirse comienza por entender los conceptos y no falsearlos. Comprender que algo sucede cuando se nombra una cosa de una determinara manera, siendo otra. Y que hacerlo equivale a mentir. Porque si, pongamos por ejemplo, el recurso tecnológico de lo que será aún no lo es, no cabe venderlo como si lo fuera. ¿Ustedes se imaginan en Cataluña la situación que se dió aquí el otro día, donde las más altas autoridades se suben a un tren porque dicen que inauguran una plataforma de algo a lo que le falta lo fundamental y su adaptación al territorio? ¿Ustedes se imaginan lo qué hubieran dicho y hecho los políticos representantes del territorio allí? ¿Fotos de unos y otros, sonrientes? Desde luego que no.
Porque existe algo que se llama veracidad y algo que se denomina sentido común y que -en lenguaje sencillo- significa que de algo que solo es -de momento- una promesa, no se deben lanzar lisonjas vanas, pues se corre el peligro de que quien ejecuta el proyecto no revise en exceso los objetivos, puesto que los lugareños parecen conformarse con tan poco ¿Cómo tienen todos tan claro que las segundas partes van a hacerse? Y si cambia el gobierno y decide otras prioridades? ¿Y si los fondos se acabasen debido a la crisis y la guerra de Ucrania?¿Y si, Portugal…? La pandemia, y todos sus capítulos de incertidumbres, debieran habernos enseñado algo sobre situaciones cambiantes, cada vez más imprevistas y no siempre seguras. No sería la primera vez que se anuncia algún logro, incluso con la mejor voluntad, y luego no sale. Todos lo hemos visto. En más de un caso.
En una especie de justicia poética, o de película surrealista si lo prefieren, durante cuatro días hemos asistido a la escenificación de una de tantas improvisaciones políticas donde el relato pretende ser el dueño de la historia. Pero claro, la tecnología no entiende de estas cuestiones, porque funciona o no funciona, en función de si está correctamente instalada y se han hecho todas las pruebas necesarias para comprobar si un tren funciona o no lo hace. La credulidad de unos, novatos parecen, y la falta de profesionalidad de otros, pongan ustedes el adjetivo, nos han tenido entretenidos en estos calurosos días de julio, como si la materia gris estuviera fuera de catálogo. Y ahí, los partidos de la oposición tampoco han andado muy finos.