El progreso como castigo

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

“A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en realidad, no le importaba un ardite”. Nos mostraba Delibes en su entrañable relato el doble problema que había conseguido sumergir en la tristeza a un chaval sencillo que notaba cómo las decisiones de los demás incidían de manera decisiva y cruel en los entresijos de su existencia. Lamentaba Daniel que la capacidad de decidir le llega al ser humano un poco tarde, que cuando por fin tienes la oportunidad de dirigir tus pasos —justo después de que se disipe la nebulosa en la que generalmente viven los adolescentes— ya has recorrido una buena parte del camino, orientado (o quizás adoctrinado, mediatizado, encarrilado, domesticado…) por personas que solo desean lo mejor para ti, pero que caen en el error de no indagar lo suficiente como para descubrir cuáles son tus inquietudes y, sobre todo, asegurarse de que las sugerencias no acaben convertidas en desgarradoras imposiciones más cercanas a la tortura que a la formación benefactora.

“El Quesero, a pesar del estado de ánimo de Daniel, el Mochuelo, se sentía orgulloso de su decisión. ¿Quién podría dudar de las buenas intenciones de su padre Salvador, el Quesero? Quería evitar a su hijo los sinsabores de un trabajo demasiado exigente —el que le había ocupado la vida casi sin darse cuenta— a pesar del elevado coste de no verle crecer todos los días. Salvador realizaba un ejercicio de amor paterno legítimo que abogaba por una instrucción que le abriera otras puertas a su vástago, pero que obviaba la felicidad inmediata del verdadero protagonista que se convertía en víctima al no haber sido consultado.

En la actualidad, otro problema afligiría a Daniel al confesar que el progreso le importa poco o nada, que podría vivir como lo hicieron sus ancestros y alcanzar suficientes cotas de felicidad, aun cuando el entorno y las costumbres apenas se hayan modificado con el paso del tiempo. Y ello porque el término progreso es una de esas palabras que han cambiado tanto a lo largo de nuestra historia que a veces no se la reconoce y otras no sabes cómo usarla, so pena de no hacerte entender o, lo que es peor, aparecer como un reaccionario retrógrado e insensible ante esa modernidad que huye del pasado en vez de asimilarlo, prefiere cualquier cambio aunque este no mejore lo establecido, desprecia una estimable herencia porque olvida los méritos de la generación que la acuñó solo por ser más antigua y apuesta por bruscas transformaciones que invitan más a la inquietud que a la ilusión o directamente te aterrorizan.

No es muy probable que la política interesara a Daniel, el Mochuelo, mientras disfrutaba de aquel rincón del mundo al que se sentía tan arraigado que no soportaba la idea de vivir alejado de allí, pero si en el presente hablara tan abiertamente de su predilección por una vida en la que la evolución se produjera pausadamente, sin arrebatos ni recriminaciones, más de uno le tacharía de carca o inmovilista, aunque la opinión de estos seguramente le importara otro ardite. Y todo porque la sencillez y el apego a las tradiciones hace mucho que dejaron de estar de moda.

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