La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Como no podía ser de otra manera, le ha tocado a Paco el alegato —casi homilía por lo solemne— que sirve de colofón a la comida con la que tus compañeros te obsequian el día de tu jubilación. Empezó ejerciendo de compañero leal y solícito pero acabó convirtiéndose en un amigo imprescindible. Me llena de alegría que sea él, incapaz de sustentar su comunicación en zalamerías que busquen otra cosa que no sea describir fielmente su visión del pasado conjunto, y sé que el postrer abrazo gozará de la autenticidad de la que en demasiadas ocasiones esos gestos carecen. Es verdad que en esas situaciones nadie recuerda los defectos del homenajeado, bien por convicción, por pudor o por cautela y que se ensalzan las innumerables virtudes del agasajado, reales o supuestas, por eso de que no vas a verlo ya todas las mañanas y sería una auténtica crueldad despachar los recelos ocultos precisamente en esa ocasión. Además la sinceridad pasa por malos momentos y a menudo se ausenta o ni aparece. Y Paco lo dirá todo con franqueza porque es su principal peculiaridad.
Como me ocurre siempre que he de enfrentarme a un evento singular, he pasado la noche en blanco. Le he dado mil vueltas a los treinta y nueve años de profesión; he intentado rememorar todas aquellas experiencias significativas que sirvan para establecer un juicio y se determine si mi presencia en las aulas ha sido un acicate para mis pupilos o seré recordado como uno de esos profesores que producen más somnolencia que agitación intelectual, de esos que acaban siendo anónimos porque no se recuerda ni el nombre, a los que no te acercas años después para evocar anécdotas que se deben contar a los hijos por si a ellos les suceden cosas parecidas porque hay recursos pedagógicos que no envejecen; a los que pronto devora el pasar de los días y borra cualquier rastro de su existencia.
Como era de esperar Paco ha estado fantástico; me ha emocionado mucho más de lo que esperaba
Tampoco hace falta que mi nombre ondee en el principio de una calle, ni que los exalumnos me traten de usted incapaces de asumir que no nos encontramos ya en el aula. Ni siquiera pretendo que me ubiquen en un lugar privilegiado en la jerarquía que todos hemos hecho a la hora de calificar nuestra convivencia con los preceptores durante el aprendizaje. Sí me obsesiona el pensar que no haya sido capaz de motivar a mis discípulos —ahora que ya no somos sobre todo la fuente de información más próxima y fiable— para que mejoren sus expresiones, hagan que la lectura forme parte de su ocio, se inquieten por la poesía y el teatro… y que ello le dé significado a mi presencia en el sistema educativo más allá de haberse convertido en mi medio de vida.
Como era de esperar Paco ha estado fantástico; me ha emocionado mucho más de lo que esperaba porque he notado que sus palabras surgían de sus entrañas y me han llegado a ruborizar. Me quedo con dos cosas de su intervención que han despejado mis temores: ha comentado que el primer día de curso todos mis alumnos habían preguntado por mí y que había cundido el desánimo al saber que ya no volvería; la otra —esa me ha atravesado el alma— es que le hubiera encantado ser alumno mío porque le hubiera cambiado la vida. Me compensa más que una calle o el protocolo perpetuo y sugiere que mi jubilación es más un merecimiento que un derecho.