c.q.d./
Felipe Fernández
He bajado hasta la Plaza del Comercio dejándome llevar por la brisa limpia y refrescante que sube desde el mar. Al final de la plaza, bajando los escalones mojados por el agua, me he asomado al río, allá donde se aproxima a desembocar en el Atlántico. Las aguas bajan muy, muy despacio, como lamentando dejar la vista de la ciudad para perderse en el inmenso océano. De vuelta hacía el centro, sorteo hordas de turistas entre los que me encuentro yo mismo sin pretenderlo. Escucho todos los idiomas posibles y veo todos los atuendos imaginables mientras el olor a “grelhado” atrae a los visitantes hacia las terrazas turísticas. He creído ver caras conocidas en cada esquina, quizá intentando aliviar la difícil situación del paseante solitario: no hay nada más incómodo que quedarse a solas con uno mismo. He subido hasta el barrio alto y me he sentado en “A Brasileira” buscando estar rodeado de gente, aunque sea desconocida. Hay un bullicio enorme aprovechando el buen tiempo y, al otro lado de la calle, tres chicos amenizan al personal interpretando canciones en inglés que me suenan vagamente como si estuvieran entre las que suelen escuchar mis hijas en sus móviles. Sentado delante de un café, he soltado algunos “ganchos” a través de mi “guaps” para evitar quedarme con mi única compañía, pero todo el mundo parece estar muy ocupado o poco dispuesto a la comunicación. Entonces, animado por la ciudad, por el ambiente y por la presencia estática de Pessoa, he sacado la libreta y el bolígrafo y me he puesto a escribir unas cuantas líneas. Y he pensado contarte lo que veo como si estuvieras allí mismo, con la insólita intención de imaginar que somos dos los que paseamos disfrutando del momento. Pero me resulta extraño fingir que estás sin estar, y aunque me esfuerzo en describir con paciencia y con detalle para que todo parezca más real, no dejo de preguntarme si estoy fingiendo con la suficiente veracidad o si se notará demasiado que todo es cierto. Tengo la sensación de que cuando escribo reflejando el momento no puedo evitar que el tiempo deforme el mensaje y que, por lo tanto, sea leído como no fue escrito. Por eso escribo estas palabras, para que el tiempo, el contexto, la realidad o cualquier otro inconveniente, no me hagan olvidar mi soledad, aunque sea incómodo reconocerlo y, en verdad, no sea cierto del todo. Y para no hablar solo; último episodio anterior a lo que venga.