Abstención. Vicente Rodríguez Lázaro.

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

En los últimos treinta años he tenido una amiga entrañable pero incómoda. Hemos compartido muchas vacilaciones, innumerables discusiones en las que siempre me vence, algún que otro compromiso y, sobre todo, decepciones, porque ella se alimenta de las dudas de los demás y de esas nunca faltan. No siempre nos llevamos bien; nuestra relación es tan convulsa que a veces pienso que ya no volveremos a congeniar, pero en otras parece que seremos como amantes vitalicios, de los que no se separarán jamás, abrazados hasta el último aliento y solo desligados por la postrera llamada, la que no admite acompañantes.

Se llama Abstención. Sí, es nombre de mujer, aunque en multitud de ocasiones se comporta como un hombre. Consigue relacionarse de manera indistinta con ambos sexos, como si la guerra de los géneros no la afectara; se muestra capaz de entender cualquier postura -por radical que se manifieste-, pero nunca se afianza en ninguna creencia. De hecho, su gesto más habitual es una socarrona sonrisa que a menudo te deja una sensación de ridículo difícil de soportar y que te invita a no diferir de sus opiniones en la próxima ocasión.

Ha leído mucho, casi todo; da la sensación de haberse informado exhaustivamente, sus experiencias se acumulan de tal manera que no cabrían en una memoria cualquiera y no ceja a la hora de recordarte determinaciones pasadas que no quieres rememorar porque sabes, con absoluta certeza, que no tomaste la decisión adecuada. No tiene bandera ni himno, tampoco señas de identidad asfixiantes, lo que le permite acomodarse en cualquier nacionalidad; jamás se altera porque no se deja maniatar por las emociones y mucho menos por sus hermanas mayores, las pasiones, a las que no permite el acceso a sus entrañas; en absoluto se abandona entre veleidades que se alejen de su mayor aliada, la sensatez, a la que siempre reivindica, a la que jamás da de lado, a la que nunca envía al baúl que no se abre hasta que no tienes otro remedio, porque solo así sobrevivirás a la zozobra a la que condena el desatino.

Volveremos a vernos Abstención, tan vigente siempre

Cuando era más joven, pensaba que no podría amarla porque no compartíamos el mismo entusiasmo, la misma vehemencia en nuestras preocupaciones; durante la madurez, nuestra atracción fue creciendo hasta asemejarse mucho al amor, aunque no aquel de la juventud que se considera imperecedero, sino más bien a esos imprevistos, de los que aparecen en un momento inadecuado y provocan más sinsabores que satisfacciones. Ahora, más cerca del final que del principio, se revela como la relación a la que no puedes abandonar por lealtad, por honestidad, pero con absoluta ausencia de fervor, sin alma.

Muchos de mis allegados la conocen igual que yo y les produce idénticas sensaciones; es cierto que algunos se niegan a encadenarse a ella porque la consideran una compañía poco recomendable si se quiere envejecer orgulloso del pasado, pero lo hacen sin contrarrestar los poderosos argumentos que les propone y que en ellos provoca una incertidumbre difícil de soportar. Todos reconocen su condición engorrosa y perturbadora, pero nadie la doblega si es la razón el arma con la que se contiende.

Volveremos a vernos Abstención, tan vigente siempre, aunque no te presente a mi familia ni a mis amigos porque no me siento muy orgulloso de caer tan a menudo en tu red.

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