La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Siempre estuve seguro de que mis padres se querían. Durante la niñez y la adolescencia lo daba por cierto porque nunca hube de soportar los incidentes que acontecían en las casas de algunos amigos y que relataban – con cierto bochorno- solo a los más íntimos. Ya adulto, les veía cogidos de la mano por la calle, juguetear juntos con las olas en la playa, como niños, buscar un rincón donde compartir unos minutos a solas, como cómplices, o sellar con un beso todas las separaciones y los reencuentros. Esas imágenes me llenaban de felicidad, me parecían una herencia insuperable, el mejor legado que se le puede dejar a los hijos.

El corazón no deja de crecer por mucho que lo hayas estimulado durante tu vida anterior

Mi padre siempre pensó que sobreviviría a mi madre; nunca previno un futuro en el que ella no estuviera porque su salud había flojeado toda la vida, mientras que su querida Raquel había gozado de unas inusitadas fuerzas capaces de vencer a cualquier embestida. No se podía imaginar que la primera enfermedad grave a la que hubo de enfrentarse también iba a ser la última. Tras una interminable dolencia, se marchó sin apenas hacer ruido, con dignidad, entereza y un último beso, como no podía ser de otra manera. Su marido, su amigo, su inseparable compañero quedó desmadejado, roto, con los ojos y el alma tan secos que cualquiera hubiera dudado de su futuro inmediato. Tuvimos sus hijos la impresión de que volveríamos al cementerio no mucho tiempo después porque la sequía del espíritu comporta inexcusablemente la del cuerpo: la vida tiende a extinguirse cuando pasas el día ante la lápida de tu ser más querido y sólo te apartas de ella para volver a mirar las fotos que dejan constancia de la vida en común.

Pero sobrevivió. Casi dos años después apareció Teresa. Habían sido compañeros en la Universidad y no se habían visto desde entonces. Su marido también descansaba en el camposanto; fue allí donde coincidieron. Los primeros encuentros sirvieron para compartir tristeza, recordar tiempos mejores y lamentar que la felicidad tuviera fecha de caducidad; sin embargo, llegaron las primeras sonrisas sin avisar, después surgieron las conversaciones en las que los protagonistas no eran los ausentes y los paseos que no tenían como destino el lugar en el que recordamos a los ancestros. Los dos sabían que no se trataba de sustituir a los que faltaban, que no podrían reeditar los momentos más felices de su existencia, pero reemplazar la pesadumbre por el consuelo primero y la placidez después era un objetivo tan legítimo como imprescindible. Ambos entendieron al mismo tiempo que las personas que habían convertido sus existencias en una historia de la que alardear habían enviado un mensaje imperceptible para los demás que les invitaba a disfrutar de los años que les restaban antes del inevitable reencuentro.
Mi padre tardó en reconocer lo evidente ante sus hijos. Habíamos notado que la languidez iba desapareciendo paulatinamente y que se alejaba la posibilidad de presenciar su final por no ser capaz de superar la herida que deja en las entrañas la pérdida de tu mejor aliada. Un día – como un adolescente que confiesa su primer amor- nos la presentó. No pudimos evitar compararla con nuestra madre, todos sufrimos un primer sentimiento de rechazo que superamos con rapidez; era seguro que no podríamos llegar a quererla como a la que ocupó su lugar, pero poco tiempo después apareció un inevitable agradecimiento al volver a distinguir la sonrisa que siempre había acompañado a nuestro padre: el corazón no deja de crecer por mucho que lo hayas estimulado durante tu vida anterior.

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