Desde mi ventana
Carmen Heras

El tipo llega corriendo y se coloca el primero en la fila. Lo hace con tanta prisa que se cruza con mi carro de la compra y me obliga a girarlo de golpe para no atropellarlo.”Un maleducado, pienso, menudo chiquillo”. Lleva solo una barra de pan, así que no importa mucho que se cuele, a la orden dada desde un altavoz del supermercado anunciando que abren una nueva caja (“coloquénse ustedes …”), precisamente aquella en el que, en fila india, vamos alineándonos.

Le miro y algo debe de ver de desdén en mi mirada porque se revuelve, ya saliendo, mientras espera la vuelta del cobro: “No me mire así, señora, porque yo estaba antes que usted…” Me quedo atónita, tenemos a un pendenciero. “Ah, ¿no puedo mirarlo?”. “¡Pues no, no puede!” (me grita).Y se “engancha” conmigo. O al menos lo intenta. El hombre ya no es un “pollito”, así por encima yo le calculo unos setenta años, va vestido de clásico, pero, al parecer, está desubicado. O bebe vinagre con el desayuno. La cajera sonríe, “por lo bajini”, cruzamos las miradas: “No tiene razón (le digo), pero por adelantar un par de minutos no merece la pena discutir”. La muchacha, muy joven, asiente.

Menudo micro relato. Con inicio, nudo y desenlace aunque los tres sean bastante corrientuchos. Servirá el pretexto, más común de lo qué parece, de un equivocado amor propio y de esa implícita capacidad de algunos de ofenderse en los pequeños detalles y transigir con el resto. El otro día, alguien me preguntó que hubiera pasado en Extremadura si sus dirigentes máximos hubieran vivido y trabajado en la provincia de Caceres, en vez de provenir siempre de la de Badajoz. “Posiblemente lo mismo -dije-”. O puede que no, nunca lo sabremos. Dos provincias que, antes del establecimiento por ley de la Autonomía, miraban una hacia el norte y otra hacia el sur. Con características sociológicas muy distintas. Con un relato común de intereses regionales bien pergueñado, aunque aún hoy -en que es sobradamente conocida la importancia de las emociones en la percepción de cualquier asunto- no quepa ninguna duda de que, emocionalmente apenas nadie cree en esas claves. Los ejemplos se pueden contar por miles. Mucho más cuando la idea de región lleva tiempo resolviéndose con los “unos” no esperando a los “otros” -en una especie de competitividad o extrañamiento, nunca reconocidos en voz alta – y con los “otros” no tomando nunca la iniciativa con/sobre los “unos”, desde la argumentación de que el pescado que se pone en la mesa es pescado vendido y nunca fue propio de señores pelear a cara de perro por un cacho de pan (“que se lo queden”)

En Cáceres hubo una época, tal vez subliminalmente aún existe, en la que (en hora de paseo por su calle principal) los viandantes que circulaban por una u otra acera estaban predestinados de antemano: por una, los niños y niñas de clase bien (leáse, los pijos), por la otra, el resto. Y nunca nadie debía cambiar de acera, cada cuál con los suyos. Cuando me lo contaron, recién llegada, allá por los años setenta, no pude por menos que burlarme, aunque hoy en día siga el mismo planteamiento encubierto, bien es verdad que trasladado a los clubes privados que en momentos singulares de la ciudad organizan las fiestas. Solo para sus asociados, claro.

Los viejos atavismos son difíciles de superar cuando hay un sentimiento clasista tan comúnmente aceptado. Por mucho que se actualicen las leyes no es posible cambiar de costumbres si pervive una y otra vez un relato social que enaltece el privilegio de unos sobre otros en cualquier bagatela sin sentido.

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