Es imposible caminar por el proceloso mundo del comercio sin estos últimos. Y ahora, lamentablemente no son la mayoría

Desde mi ventana
Carmen Heras

Amazon y similares están ganando la partida. Y cuánto antes lo sepamos, mejor. Todo puede encontrarse ahí y además llegarte de forma rápida. Es imposible pelear contra ellos, al menos con las armas existentes hasta hace unos años. Y con los  métodos de siempre. Para “combatirles”, haría falta decisión y astucia. Y buenos profesionales.

Es imposible caminar por el proceloso mundo del comercio sin estos últimos. Y ahora,
lamentablemente no son la mayoría, no están en el sitio adecuado o simplemente no
existen. Me pregunto cómo competir con éxito si la competitividad no tiene propaganda
que la ensalce, si los empleados creen que aunque no atiendan el negocio de otro no
pasa nada porque no es suyo, si los propietarios no gratifican de alguna forma a los
mejores y si las reglas de actuación cara al consumidor cambian a la vista de todos si
quien llega es (por ejemplo) una conocida de algún dependiente de la casa.

A menudo creemos que la venta en los establecimientos decrece por ofrecer éstos un mal
producto o por la falta del mismo cuando lo solicitamos, pero en los últimos días he tenido
ocasión de comprobar que ese no es el principal problema, sino el último. Lo desbancan
del puesto primero la desidia del vendedor, el hacer trampas con la atención a los clientes,
la escasa capacidad para ofertar y vender eficazmente, la falta de conocimientos sobre
los servicios complementarios que el cliente suele demandar y sobre todo esa visión
obsoleta propia de otros tiempos de que el paño “se vende en el arca”, es decir, el
vendedor espera y vende a un cliente que no tendrá más remedio que comprarle.
Pareciera el vendedor un señorito de los clásicos y el resto, gente.

Están luego esas normas generales, comunitarias y todo eso, por las cuales sale más a
cuenta vender un electrodoméstico (pongamos por caso) que una pieza estropeada del
mismo (usando el expeditivo método de no servirlas a ningún proveedor de pequeña
ciudad), con el consiguiente gasto, mucho mayor para el usuario, que se siente estafado
por todos, cada vez que se le produce una avería en un objeto. Es esa economía “rica” de
mercado que no arregla desperfectos, sino que sustituye, que no mantiene, sino que
arroja a la basura y que está desposeyendo a toda una sociedad de su relación con los
objetos de uso, desprendidos de alma, de la suya propia, en su relación con la persona
que los usa. En tiempos de salarios bajos, créditos con interés e incertidumbres mil para
el futuro económico del empleo. Cuando la austeridad debiera imperar por doquier.

¿Cómo educar a las generaciones nuevas en el trabajo y el aprovechamiento si nadie
quiere hacerlo porque nadie lo ve necesario? ¿Si nos hemos convertido en consumidores
sin fin y sin límite?. La frase del título de este artículo no es mía, la pronunció un asesor
de Bill Clinton en la campaña que en 1992 le llevó desde un sillón de gobernador de
Arkansas hasta La Casa Blanca. Son los problemas cotidianos los que deben marcan las
pautas implícitas de cualquier presupuesto. Y solo el que los resuelva, buen gobernante
será.

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