Historias de Plutón
José A. Secas

La silueta de Sulley era una de las manchas de la piel de la jirafa. Miraba el documental de La 2, dejándome enajenar (bajo la falsa apariencia de alimento cultural) durante el sopor posterior a una siesta, de un verano con ola y media de calor; cuando se me vino a las mientes una enseñanza vital inspirada por otro capítulo de animales. Pensé en las tortugas marinas (a punto de extinguirse) y en el efecto de angustia y depresión que me produjo un fragmento del reportaje que vieron estos ojos y sintió este corazoncito. Pobre tortuga: salía, de noche, cargada de huevos (decenas y docenas de ellos) y se arrastraba torpemente por la arena de una playa (recién convertida en reserva para evitar el expolio de huevos) hasta llegar a un lugar lo suficientemente lejos de la marea alta y, a la vez, cerca, para que la vuelta al agua no supusiera más que un alivio. Empezaba a cavar trabajosamente cientos de minutos (lo que viene siendo, un buen rato) para terminar vaciando esas cantidades ingentes de huevos. Con esfuerzo, con ansiedad, con la espada de Damocles en forma de amanecer pendiendo sobre su cabeza. Esa baba mezclada con arena, esa cara de tristes y enormes ojos lacrimosos (con arena), ese orificio abriéndose cada poco (o cada mucho, vaya usted a saber) para dejar caer pelotas de golf desinfladas y churretosas en un hoyo (en la arena) que tendría luego que tapar (con arena). Y las horas pasaban y la tortuga venga a sufrir, en la misma playa donde nació hace ciento veinte años. Más agotado que la tortuga y ciertamente sobrecogido, desconecté el programa mental de “animales agobiados”. Todo iba bien hasta que el peludo amigo de Wazowski (Mike) apareció nítidamente ante mis ojos en la piel del artiodáctilo de turno.

Hay que leer atentamente -también entre líneas- y con ganas de ordeñar la sabiduría subyacente, la Tortugamarinapedia (www.tortugamarinapedia.com) para darse cuenta de que todo es relativo, de que sí pero no, de que tal vez, a lo mejor, quizás, puede… que las cosas no sean como parecen, de que el color del cristal con que se mira sea importante, de que no hay verdades absolutas – existe el despiste- y de que la gama de los grises siempre ganará por goleada al blanco y al negro. Con este ataque de relativismo de tres al cuarto, me enganché en la devanadera de los sesos y llegué a la conclusión (yo solito) de que la importancia que le demos a las cosas está estrechamente relacionada con nuestra salud mental, de que las opciones para tomarse las cosas como son o como queremos que sean, están en nuestra cabeza, de que juzgar es injusto (temerario e innecesario) y de que la inteligencia emocional es directamente proporcional a la consciencia y autoestima personal (vaya triple rima de mierda y tal…).

Llegados a este punto tan racional pero hoy loco e inconsecuente, preparo las mechas de la traca final y, como un pirotécnico de Yanshui, aplico la yesca, miro como el cordón se convierte en cenizas y ¡pum! Me acuerdo de Salvador Rueda (1857-1933) y del soneto del cohete y como la historia y la vida misma, vuelvo al inicio: Las manchas de las jirafas son explosiones de fuegos artificiales congeladas y sobradas de píxeles.

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