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Desde mi ventana
Carmen Heras

Yo soy de las que piensa que cualquier adulto debiera ser (en algún momento de su vida) concejal del sitio en el que vive. Algo así como unas prácticas, un trabajo comunitario de obligado cumplimiento, para cada uno de los habitantes de un territorio. Durante el mismo, el/la edil tendría la obligación de hacer y aplicar unos presupuestos, defender en público sus actuaciones, acostumbrarse a debatir con el adversario político sin considerarlo un enemigo, y, prioritariamente, acostumbrarse a diagnosticar bien las necesidades de sus convecinos, para luego, y con verdadero conocimiento de causa, dedicarse a resolver aquellas cuestiones enraizadas en la defensa de los derechos de todos ellos. Política de aprendizaje primero y de dación, después, puro servicio público a la comunidad, como parte de los deberes propios de cualquier ciudadano. Quizás de ese modo tendríamos un enfoque diferente de lo común, del trabajo político. Y nadie osaría presentarse a otro puesto en política mejor remunerado, sin la experiencia del que parece ser el menor de todos ellos, este que cito.

Claro está que el supuesto socava los cimientos de lo que ahora tenemos: por un lado, una clase política que se siente incomprendida por sus congéneres y por otro, un amplio sector de contribuyentes que no le reconoce casi ningún mérito a aquella. Para romper el actual esquema que, al incluir a los políticos en su propia red de intereses, ha cambiado el concepto de lo que siempre fueron las clases sociales, se necesitarían reflexiones conjuntas alejadas de los sectarismos tan propios de nuestra época. Habría que manejar con muchísimo cuidado un debate que se me antoja áspero, habida cuenta que algunos protestarían por considerar que ningún demócrata puede obligar a otro a convertirse, aún por poco tiempo, en un ser político (aunque todos lo somos) y otros no verían bien el número de puestos ocupados obligatoriamente, y la consiguiente reducción de la oferta para muchas de sus posibles y ambiciosas expectativas.

Las mujeres jóvenes de mi generación realizábamos trabajos sociales. Obligatoriamente. Era el contrapunto a la mili obligada para los chicos. Podías escoger donde hacerlos y yo elegí dar clase a niños humildes de familias desestructuradas, en un centro religioso dedicado a tales fines. La primera vez que entré en clase, la profesora utilizó un pretexto para salir corriendo, dejándome allí, perpleja y un tanto cohibida. El resultado de la jornada fue nefasto, los escolares hablaban todo el rato entre ellos y no escuchaban. Tampoco parecían interesados en ninguna de las disciplinas a impartir y hasta en el patio, durante los recreos, se dedicaban más a pelearse que a disfrutar del ocio que el asueto podía proporcionarles. Pasé varios días malos, llenos de frustración por mi impericia para detener un desorden que iba más lejos del barullo en las clases, pues ahondaba en su procedencia social, y convencida de no poder con ello, lo dejé en cuanto pude. Para punto y seguido trabajar con obreros analfabetos de un barrio sin luz ni asfaltado y que cuando llegaban de sus tareas aún sacaban fuerzas intentando aprender a leer y escribir dentro de unos onerosos programas de alfabetización. Yo sería la que aprendí. Conocí la pobreza, no solo la física, también la mental. Y aunque no digo que mi interés por lo socialmente político se gestase totalmente entonces, sin duda fue ahí donde se redefinió agudamente. Porque es la cercanía en los entornos de los propios problemas, y la necesidad de resolverlos, la que faja y crea el constructo con el que uno se guía en aquellos aspectos que tienen que ver con la justicia social.

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