Desde mi ventana
Carmen Heras

Ahora que la guerra en Ucrania inunda tristemente las informaciones, acabar aquí con el “febrerillo loco” tiene un punto de desahogo y de esperanza. Aún siendo todo una metáfora. Es tanto como decirle a los males del invierno que le quedan pocos días de existencia, porque una primavera muy hermosa está a punto de llegar.

Subía yo por Cánovas hacia la Cruz de los Caídos cuando por la acera de enfrente observé la comitiva. Pequeña, ni treinta personas en total entre hombres y mujeres mayores, un par de monitoras, un burro y dos peleles. El resto eran transeúntes. Sonaba la música y era alegre y al oírla, uno no podía por menos que volver la cabeza. Enseguida identifiqué. Se trataba del rito inicial de los carnavales en Cáceres, el que castiga con fuego al tiempo duro que agrietaba las manos de las lavanderas. Que habla de la vida y las diferencias sociales, al albur del dinero y los orígenes, pero también de que cualquier trabajo es digno si es honrado. Me entristecí. No por la escena, tan fuera de época, sino porque si los ritos, para en verdad serlos, deben de emocionar a quienes los contemplan, allí nadie parecía estar emocionado. Apenas unos cuantos curiosos miraban, el resto caminaba indiferente, ajenos a la historia que allí se estaba representando.

De un tiempo a esta parte, Cáceres recoge -como en una especie de repoblación- gentes nacidas en cualquier lugar de la provincia que trabajan aquí, aquí instalan sus negocios, aquí compran pisos, se llegan hasta el supermercado, e incluso pasean las calles y entran y salen de los bares y tiendas en esta localidad. Hoy, la frontera entre lo urbano y lo rural no existe. Vivimos en un determinado sitio, trabajamos en otro y nos divertimos en un tercero, eso sí con permiso de cualquier pandemia y sus deseos de arruinarnos la socialización. La tenencia del coche propio lo ha conseguido. También, unas mejores carreteras entre localidades.

Es difícil saber si estas personas conocen la intrahistoria de Cáceres, posiblemente no. Ni sus moralejas. Nada que ver con lo que sucede en todos y cada uno de los pueblos de la Comunidad a los que regresan sus hijos (en realidad nunca han dejado de volver), ya mayores y jubilados, rebosantes de una nostalgia imperceptible por la época anterior a su marcha tras unas condiciones de trabajo que aquí no se daban. Cuando regresan de forma definitiva, liberados del trabajo y con los hijos autónomos, la mayoría de ellos no inyecta en el pueblo las costumbres adquiridas fuera, sino que retornan (aunque con mayores comodidades) a los usos y costumbres de siempre. Sin contraequilibrios. Coadyuvando a mantener la historia de cada sitio pequeño, antigua en sus atavismos. Nada que ver con lo que ocurre en los núcleos de población más grandes, en los cuales se desdibuja o se pierde por mor de esa inmigración interior a la que antes nos referíamos.

Cavilaba yo sobre todo esto cuando, un poco más arriba y por el lado contrario de la calle, vi caminando de manera ordenada a un grupo de escolares de Cáceres. Bajaban a la hoguera, junto a algunos de sus profesores, disfrazados de “pueblo”, para la ocasión. Allí, junto a muchos otros como ellos, habrían de asistir, arremolinados, a la quema de un pelele. Y pensé en que no son los “viejos”, sino los niños de Primaria, los llamados a mantener la fiesta. Lo que, en cierto modo, me tranquilizó. Porque puede que las raíces de un territorio estén muy bien sujetas si las agarran las manos de los más jóvenes y las de sus maestros.

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