Historias de Plutón
José A. Secas
Se dedica a eso. “Eso”, no es nada nuevo; se viene haciendo desde que el primer homo loquefuerensis seguía el rastro de su comida para darle caza. El mérito de mi amigo Martan Zeta es que ha conseguido identificar esa labor (repetida bajo miles de fórmulas), darle forma y ponerle nombre. Ha compilado la sabiduría ancestral, la ha metido en un tarro y le ha pegado una etiqueta con una marca perfecta. Trabaja la asociación de imágenes, la relación de factores, la intuición o las conexiones supra-racionales (entre otras cosas), con la misma soltura y disciplina con la que se aplica a su vasta formación continua y se afana en su entrenamiento diario. Ha profundizado en los procesos, estructurado información y generado un método de decantación. Además, está siendo impecable en la defensa de sus postulados y aplica métodos científicos a su trabajo que dan más valor, si cabe, a los resultados. Hablamos de un extracto líquido. Si, una simple colonia.
Todos le admiran y le quieren porque ve más allá del presente, del pasado y, casi, del futuro
Martan Z. lee la vida y la asimila, observa atentamente la realidad, la estructura, analiza y guarda en cajones y carpetas mentales que consigue sintetizar y luego materializar. Conoce, desarrolla y emplea perfectamente sus cinco sentidos; sabe potenciarlos con una tecnología que domina y es capaz de extraer una información ingente de todo lo que percibe. Por eso es tan bueno, tan reclamado y tan admirado. Sus métodos deductivos son el producto de una asimilación extraordinaria de sabiduría de años de observar el paso de las estaciones y sus reflejos por parte de la gente del campo, de mirar las huellas de quien huye o los cebos de quien oculta, de asimilar los detalles de una escena para luego reproducirla con exactitud y de memorizar cada situación percibida desde todos los ángulos. Haber conseguido capturar y dar forma líquida a la esencia de su magna sapiencia es, más que extraordinario, casi milagroso.
Como un detective avezado, como un sabueso entrenado, como un aventurero soñador, como un niño ávido, como un anciano sabio, como un cornudo envenenado, como un forense intrigado, como un analista bien pagado, como un investigador con la mosca detrás de la oreja, un documentalista, un escritor o como cualquier persona curiosa y consciente. Es la estrella más grande y más brillante del circo de la vida. Más que un pichichi marcando en una final, un autor en un estreno, presentación o inauguración, un líder ganador confirmando los resultados electorales o como cualquier hombre de bien que recibe un reconocimiento público u hombre cualquiera al que le toca el gordo. Todos le admiran y le quieren porque ve más allá del presente, del pasado y, casi, del futuro. Ese puntito le falta para ser un dios.
Entre tanto, se forra yendo a la tele a presentar su último libro o desborda estadios como se llenan las manos de agua cuando te lavas la cara por la mañana. Hasta aquí ha llegado. El producto en cuestión se llamaba “Aqua di logos”. Lo vende caro (y entrega personalmente) en pequeños tarritos de vidrio fino que yacen sobre un colchón de plumas dentro de deliciosos cofres de taracea de maderas nobles. Yo soy su representante. Pregúntame.