Desde mi ventana
Carmen Heras
El calor te obliga a fijar la vista sobre los contornos de las cosas, de una forma
desdibujada. Eso, si no te desvaneces antes. Es difícil conciliar temperatura y grandes
conceptos como la inmortalidad y temas de ese estilo. Más bien te atraen asuntos que ni
siquiera consigan acalorarte, aún más, en el deambular del día. Aún recuerdo aquel
verano en Ayamonte, yo había quedado tan exhausta del curso académico que me dio por
no leer los periódicos. Literalmente, no podía. Me compré, eso si, una novela sobre la
guerra civil que leí como a zarpazos -aunque me pareciera de lo mejor que había visto
escrito nunca sobre ella- porque, como bien suponen ustedes, tampoco casaba mucho
con el sol y el aire despreocupado de la playa. En casa está. Es magnífica, toda ella
enfrenta distintas visiones del conflicto. Sin sectarismos. Documentadas.
Al final claudiqué. Me refiero a la prensa y su lectura. Pasaba, camino del mar, al lado de
un pequeño estalache donde se exhibían, en edición veraniega, los diarios locales y
echaba una ojeadita a sus titulares de portada. Y así, un día tras otro, hasta que volví a
comprarlos. Los de allí y los de acá, y al hacerlo, puse de nuevo el punto de mira en lo
próximo. Y mi cabeza también.
Mis alumnos se sorprendían cuando, en plan confidencias, yo les narraba la vida bajo la
censura. Su reacción siempre era la misma: “eso no puede ser”. “¿Cómo que no?” les
contestaba. Claro que había libros prohibidos, imposibles de adquirir, traídos a escondidas
desde fuera. Y existían películas cuyo mensaje contra las injusticias sociales y el
autoritarismo de los gobiernos en la otra punta del mapa, se abrían paso a través de
profundas metáforas que había que desentrañar con algún “hermano mayor” convertido
en responsable de un foro cinematográfico de debate. Nos bebíamos la información a
chorros con verdadera sed de conocimiento, de manera intuitiva, porque sí. Lo digital
asomaba pero no era algo tan omnipresente como lo es ahora, como tampoco estaban
popularizadas las televisiones en las casas, así que sólo quedaban los libros y la palabra
de sus autores. Y las exposiciones y el cine, sobre todo el cine.
Y resulta que ahora, en el 2020, treinta y tantos años después asistimos a peleas entre
algunos periodistas y algunos políticos por aquello de la libertad de expresión y a la
“normalidad” de una especie de mordaza, (llamémosla “tapabocas” para ir a tono) hacia
quienes osan decir algo distinto a lo que se entiende como “políticamente correcto” según
la llamada opinión pública, cocida y recalentada -ella también- en lugares determinados,
en los cenáculos bendecidos del momento.
Leo por ahí que dado que somos seres sociales, el confinamiento y las restricciones de
comunicación con los semejantes aumentan nuestra agresividad. Puede. Junto con la
incertidumbre de no saber lo qué nos espera, a la vuelta del verano. Quizá el fondo de
todo esté ahí. En el miedo. O quizá intervenga una oscura sensación de que el mundo
que conocimos agoniza (si es que no lo ha hecho ya) entre ruidos de fondo sin sonidos