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Cánover /
Conrado Gómez

Ruido. Las redes sociales son una poderosa herramienta para cambiar el flujo de la información, rompiendo el cauce tradicional de emisor (medio) a receptor (audiencia). La información ahora viaja en múltiples direcciones, al mismo tiempo, por distintos cauces. Los medios tradicionales están perdiendo la batalla de la inmediatez. Cuando al día siguiente un periódico llega al kiosko ya es hemeroteca. Internet se ha convertido en el auténtico periodismo, pero compite con las redes, donde se filtran y despedazan exclusivas. Y ahí es donde pululan los opinadores profesionales, usuarios y comentaristas que juegan a eso del periodismo ciudadano sin cotejar las noticias, sin contrastar las fuentes. Pero qué más da. Quien golpea primero, golpea dos veces.

Se han convertido en opinadores profesionales emulando a sus ídolos tertulianos que ganan una pasta por ponerse a parir en platós de Telecinco. ¿De verdad hace falta opinar de todo? ¿Tan poco respeto les merece el silencio y la prudencia?

Los brasas han existido siempre, pero con esto de las redes sociales su intensidad es abrumadora. Todos tenemos al típico amigo-conocido que lo sabe absolutamente todo de cualquier tema. Puede hablar con un físico nuclear y defender su tesis de cómo obtendría él energía de la fusión nuclear. Puede hacer incluso anotaciones al margen de un catedrático en literatura. Y a ti —desgraciado ciudadano del montón— puede sumirte en la más absoluta de las desesperaciones, porque no te deja meter baza, y lo sabes. Opina a discreción de todo y contra todos. Lo importante es tener la última palabra. Rebatir cualquier argumento. Ganar la batalla verbal, aunque sea agotando a su interlocutor. Sí, queridos amigos y amigas, los brasas de la vida analógica campan a sus anchas en la dimensión digital. Se han hecho con tu timeline, solo ves sus post cuando refrescas la pantalla. Hablan de política, de fútbol, de cultura, del maltrato animal… de lo que sea. Se han convertido en opinadores profesionales emulando a sus ídolos tertulianos que ganan una pasta por ponerse a parir en platós de Telecinco. ¿De verdad hace falta opinar de todo? ¿Tan poco respeto les merece el silencio y la prudencia? Algunos desesperan con su hiperactivismo frenético. Creen que gracias a sus comentarios son capaces de derrocar gobiernos, derogar leyes, influir en el voto de miles de indecisos. Y lo peor de todo, están convencidos de que te hacen un favor.

Algunos incluso no duermen o no comen si atendemos a la periodicidad con la que se asoman a las redes sociales. Es humanamente imposible, ni quiera programando los tuits para que salten cada cierto intervalo de tiempo. A algunos les sale una media de un comentario cada cuatro minutos incluida la noche. Claro que cabría la posibilidad de que se turnasen en la cuenta como hacen los taxistas que comparten licencia. ¿Se imaginan?

No me gusta la gente que alegremente contamina las redes lanzando consignas contra todo o a favor de todo. La gente que cree estar en posesión de la verdad absoluta tan solo porque su cohorte romana acude al botón de “me gusta” con ferviente devoción. ¿Libertad de expresión? Por supuesto. Larga vida a los opinadores profesionales porque de ellos será el reino del señor Zuckerberg.

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