Willy Witness /
CONRADO GÓMEZ

Esta semana celebramos el día del libro. Aunque más bien debería ser un homenaje póstumo a tenor de los autores que copan las listas superventas. No tengo nada en contra de un sistema que ensalza a figuras como Belén Esteban o Maxim Huerta, pero sí me enoja comprobar el tirón que tienen en las casetas de firmas frente a escritores de reconocido prestigio. Estamos despedazando lo que entendíamos tradicionalmente por ‘obra’, algo que debería ser muy grande, ¡coño!, como la OBRA del OPUS o de la Sagrada Familia, eterna. A las obras de ahora no le acompaña el halo de creación literaria, ni siquiera de composición narrativa. Lo importante es la firma, el esperpento mediático que se publica. Ya no se acuerda nadie del escándalo de Ana Rosa Quintana cuando se destapó el plagio de la novela de Danielle Steel, pero más surrealista fue su explicación del crimen: “todo se debe a un error informático”. No pasa nada. La memoria de este país es frágil y condonamos la deuda intelectual del ‘star system’ con suma benevolencia.

Ahora se llevan comedias suaves que no remuevan el alma. Novelas de caballerías, culebrones de Corín Tellado, pseudoerotismo barato como vía de escape a nuestra rutina del misionero. Y a pesar de todo siempre será mejor leer a la Esteban que verla como tertuliana sentando cátedra como todóloga.

Los libros son un vicio como otro cualquiera

Los libros son un vicio como otro cualquiera. Las ciudades grandes dan pie a perderse en la lectura. En las esperas interminables de las salas de reuniones, en las horas muertas de zombi en el metro, cualquier instante se toma como un regalo para agachar la cabeza y seguir devorando párrafos y páginas. Mis días más prolíficos como lector empedernido, casi adicto, sobrevinieron en Madrid mientras deambulaba como un autómata en idas y venidas. Pensé que era friki. Me equivocaba rotundamente. En el amparo de una gran ciudad anónima lo friki se convierte en trendy. Llegué incluso a leer mientras caminaba sorteando los obstáculos del acerado la mayor de las veces, aunque algún topetazo me despertaba del ensimismamiento kafkiano con el que gastaba mis horas. Convertí esa extendida afirmación “se te va todo el día en el transporte” en una suerte de bendición para mi afición de entintar las horas.

Claro que esto sería poco práctico en una ciudad como Cáceres. Al poco de caminar por Cánovas con un libro entre las manos me echarían encima algún tipo de patología o tendría que irme directamente al carril bici a falta de bípedos mecánicos. Me temo que seguiré leyendo en casa, al amparo de la intimidad, aunque sea menos moderno y cosmopolita.

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