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Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES

No ganas de conocer la fecha en donde la señà arcaldesa de Reseca se hizo esa afoto con mantilla negra delante de las tropas, no, sabemos que esa arretrataùra no es 1944, sino 2014; lo que tengo ganas de conocer, “pregunta de examen, listillo”, es cuándo ocurrió lo que a continuación sigue.

Tristan Tzara tenía tanto dinero por aquel entonces que llamó al arquitecto de moda, el “anti-Art Nouveau, sección ´secesión vienesa`”, y le encargó una casa. “¡Hola, soy Tzara, y quiero que me haga usted una casa…”, e iba a continuar con su expansivo verbo, explicando todo aquello que deseaba, cuando desde el otro lado del auricular le llegó la solemne voz, que el artista imaginó con monóculo, “es una voz monocularizada”, se dijo para sí, y esa voz monocularizada le espetó seria y despaciosamente, “señor Tzara, don Tristan, yo no hago casas, yo construyo, erijo, levanto casas, y sería un honor construirle, erigirle y levantarle la casa que usted precise en donde quiera, ¡incluso en París!, esa ciudad tan llena de mal gusto”. “¡Señor Loos, es precisamente ahí donde quiero una casa hecha, perdón, construida, erigida y levantada por usted, en París, y bla, bla, bla, bla…”, y ahora sí pudo seguir con su vehemente plática dando todo tipo de explicaciones al arquitecto, que desde su estudio, sentado rectamente en su silla, no se molestó en apuntar, recordar, ni tan siquiera en atender, pues ya estaba concibiendo la idea de la construcción en su mente siguiendo los parámetros que para ello establecía su cerebro. Le construiría una casa, sí, incluso en la mal llamada Ciudad de la Luz, “¡qué gazmoñería!”, pensaba cada vez que alguien pronunciaba la tan manida fórmula, pero se la construiría, erigiría, levantaría como él interpretaba el genio del antiguo vicario del Dadaísmo. “Cuando el dadaísmo se hizo mayor, dio paso a la tristeza del surrealismo”, pensó después de colgar el teléfono.

“Cuando el dadaísmo se hizo mayor, dio paso a la tristeza del surrealismo”

Quedaron entre Viena y París, quedaron a mitad de camino estéticamente hablando, quedaron para verse en Ginebra, y en dicha ciudad se citaron en un local cercano a donde otrora estuviera/estuviese el “Cabaret Voltaire”. Tras el apretón de manos preceptivo y el levantamiento de sombreros respectivo, y mientras tomaban asiento, el arquitecto preguntó mirando a través de las cristaleras del café hacia la calle, como señalando no solo con la barbilla, sino con su cuerpo entero, a un punto indeterminado de la ciudad que estaba allí fuera, “¿es cierto que al Voltaire, por las noches, acudía el señor don Vladimir Ilich Ulianov, alias ´Lenin`, y que mientras se desarrollaban los sucesivos espectáculos él bebía y que al final se incorporaba a la locura general, perdone usted el término, subiéndose a las mesas y gritando en ruso, sí, sí, sí, sí, sí, esto es, ´da, da, da, da…´?”. En la carpeta de cuero que Loos llevaba bajo el brazo y que dejó cuidadosamente sobre la mesa, no había folios ni lápices, ni escuadras ni cartabones, había, envuelto cuidadosamente en papel de seda azul, un disco de Stravinsky, “Historia de un soldado”.

 

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