La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Atravesar El Rodeo no resultaba tarea fácil. En verano entendías las sensaciones de los que pueblan el Sahara; en invierno, con las lluvias, lamentabas haber embetunado los zapatos porque ni con saltos de gacela evitabas que el barro se acomodara hasta en las costuras; durante las ferias, recorrerlo en toda su extensión -repleto de animales que un urbanita considera alimañas salvajes- era una demostración de valor cercana al heroísmo; nada importante si jugaba el CP Cacereño en la Ciudad Deportiva porque era el momento culminante de la semana y ocupar un sitio en aquellas decrépitas gradas para ver a Vera Palmés, Mori, Asenjo o Toni Hernández no podía compararse con ningún otro divertimento. Si además el acompañante era tu padre, se convertía en momento irrepetible y solo se podía faltar en caso de catástrofe. El ambiente era inmejorable: tribunas atestadas, la arena del campo recién allanada – regada por el vetusto camión cisterna – y los cantos populares esparcidos por la megafonía antes y después del encuentro para fomentar el apego al terruño.

Todo han cambiado mucho… pero el tren sigue tardando lo mismo

Comprobada mi devoción por el fútbol, mi padre premió mis buenas notas con un viaje a Madrid en el que la atracción fundamental era presenciar in situ uno de los encuentros que parecían existir solo en la televisión de entonces, la de un solo canal que emitía la mitad del día, en blanco y negro, pero que podían contemplarse mientras aspirabas el mismo contaminado aire que los protagonistas. Subimos a uno de aquellos trenes de entonces que ahora tanto se echan de menos y, tras seis horas y media de viaje, pisamos el suelo de la gran urbe -majestuosa, descomunal, algo estremecedora- para ser testigos de la penúltima Copa del Generalísimo. Con once años, la acumulación de tantas impresiones impedía que cerraras la boca y dejaras de tener ese aspecto bobalicón que se exhibe la primera vez que sales del reducto provinciano. Y es que eran muchas y todas ellas inolvidables: la llegada al estadio a través de calles con seis carriles, el acceso al imponente coliseo escalando por sus vomitorios, el acomodamiento en la tribuna y desde ella constatar que todos los habitantes de tu ciudad podrían haberse aposentado contigo, verificar que el fútbol de postín se practicaba sobre una esplendorosa alfombra verde mucho más sugerente que el arenal de la Ciudad Deportiva, ser consciente de que en la tribuna estaba ese Franco del que mi padre siempre hablaba y por el que sonaba el himno que cerraba las emisiones de nuestra descolorida televisión, disfrutar del equipo que me acompaña desde que me funcionan el cerebro y el alma y enfrente el eterno rival, que nos había goleado en el Bernabéu tres meses antes…

Miraba a mi padre y pensaba que no podía existir un progenitor mejor que él; había conseguido despertar en su hijo una admiración y una felicidad imposibles de superar; el premio era colosal, desmesurado, sobre todo cuando Zoco levantó la copa tras devolver la goleada del invierno. Parecía un guion que se había dispuesto para mí durante esos días.

Hace tiempo que mi padre no está. Todo han cambiado mucho: Franco murió, Madrid ya no aterra como entonces, la televisión no deja de emitir y hay tantos canales que no sabes con cuál quedarte, el Cacereño abandonó la Ciudad Deportiva (¡ay!) para jugar sus partidos en un campo con hierba pero igual de destartalado, muchos equipos han pasado por la final de Copa en la que se silba al himno como si fuera el responsable de todos los males… pero el tren sigue tardando lo mismo.

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