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Pantalla /
EDUARDO VILLANUEVA

La narración es un acto intrínseco al ser humano. De la literatura al cine, pasando por el cómic, la voluntad narrativa evoluciona, aunque siempre late en las personas desde la época de las cavernas.

Pero hay narraciones y narradores; brillantes y vulgares. Uno de esos narradores brillantes hubiera cumplido 100 años (el pasado 6 de mayo) si no fuera porque nos dejó en 1985. No hay más que recordar el día que Orson Welles sembró el pánico con su poderosa narración radiofónica en directo de «La guerra de los mundos». En un contexto dominado por la Gran Depresión en EE UU, el joven Welles pensó acertadamente que sería mejor adaptar la novela de H.G. Welles como si de un noticiario se tratara. El resultado: pánico en las calles y los 59 minutos más famosos y electrizantes de la historia de la radio.

Doce millones de oyentes escucharon la obra de Welles, saltando en cuestión de minutos de su vida real, a una vida relatada. Sin necesidad de 3D, ni de alharacas efectistas. Tiempos ingenuos, donde no existía la sobreinformación de las redes.

A partir de aquí, el nombre de Welles crecería y se desinflaría en una carrera a contraluz, porque en Hollywood los genios tienen difícil acomodo. Con 25 años cambió para siempre el paisaje del cine, y pese a ello tuvo que sufrir la tijera constante en sus películas.

Cien años después de su nacimiento, la obra de Welles sigue transmitiendo emociones y sabiduría narrativa a raudales. Tanto como la de Hitchcock, otro autor imprescindible en el terreno de la narración, que hace 35 años que desapareció.

Convertir una historia anodina en extraordinaria también es un arte; una historia no del más allá, sino del más acá, como decía Ortega y Gasset. Ese más acá diario en el que no reparamos porque nos hemos acostumbrado a verlo, a sentirlo. Welles lo hizo con la adaptación de «La guerra de los mundos» y Hithcock sacó partido a esa aparente simplicidad, insuflando vida propia al microcosmos de «La ventana indiscreta» a través del metalenguaje de lo cotidiano.

Porque las imágenes son mágicas cuando uno saber filmarlas, como las palabras son mágicas cuando alguien sabe expresarlas. Porque con cineastas tan fértiles es muy fácil que el cine se codee con la mejor invención literaria. Narradores que no están muertos, sino que siguen más vigentes que nunca gracias a la tecnología, que permite que la memoria regrese años después en formato Blu Ray o a través de una pantalla de plasma o una plataforma web.

Hithcock y Welles jugaron a encontrar la belleza en todo aquello que se percibe; una belleza perturbadora, inquietante, que asombra al público. Cineastas con mayúsculas que nunca renunciaron a su originalidad, a la pasión de ser ellos mismos. Creadores que han agitado la mente y la imaginación de millones de espectadores durante horas y horas de gran evasión, en un trasiego constante de la vida al cuento y del cuento a la vida.

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