La bruja Circe

Coincide en esta semana un cumpleaños familiar y a mí, que me encanta celebrar los cumpleaños de todo el mundo, ya me dio el desenfreno de hacer tortillas y pinchos variados.

Soy muy consciente que esta tradición familiar, que desaparecerá conmigo, es el eco de aquellos días en los que personas que soportaban una economía de subsistencia. Donde una merienda de un trozo de pan con un ajo frotado era un lujo que no todos alcanzaban. En la casa de mis abuelos, que tenía una situación más holgada, cualquier momento era bueno para dejar algo en la mesa, que era aprovechado por trabajadores o agasajar a las visitas con dulces y café que muchas veces era la única ingesta de su día, o hacer reuniones bajo pretextos varios donde acudían a ayudar muchas más personas de las necesarias, en las que había un puchero con café y abundante leche  templada en los rescoldos, cocinas de matanza se les decía, se ponía un cocido desde la mañana en un caldero grande, olla que llenaba los platos de todas las casas de las mujeres asistentes, el tocino y la panceta asado a la mitad de la mañana con buenas hogazas de pan, vino y aguardiente que mi abuelo adquiría por garrafas. 

Esos días de arreglar colchones, hacer matanzas, arreglar los doblados, preparar dulces antes de las ferias, se transformaban en una celebración para muchos.

Eso era todo cosas de mi abuela, una mujer con coraza que protegía un corazón   generoso, una inteligencia sagaz, una inmensa capacidad de adaptación y una resiliencia ante las circunstancias admirable.

Mi madre recogió el relevo en su forma y yo de ella, en su honor y en el de la cumpleañera, para que recuerde que cada día es una vida y cada vida es preciosa en sí misma.

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