Desde mi ventana
Carmen Heras

Yo siempre he sido feminista. Al principio inadvertidamente, más tarde con plena consciencia. No tiene mérito, lo mamé. Vengo de una familia de mujeres fuertes y valerosas, de esas que se crecen en la adversidad, puro empoderamiento. Cuando la abuela Manuela fue a comprar unas bobinas de hilo en una mercería de Zamora y un par de dependientes inmaduros se le rieron en la cara por no saber calcular en pesetas, los enfrentó: “No os riáis muchachos, no os riáis, si no lo sé es porque no me mandaron a la escuela, pero decírmelo en reales, veréis como me desenvuelvo… ”Y es que aquellos niñatos de principio de siglo eran poco para una mujer que, decidida a llevarle a su hija, estudiante de Magisterio en Zamora, los productos para que se alimentara, había cogido una caballería y se había presentado en la capital, recorriendo sola los cuarenta y tantos km de distancia que hay entre ésta y el pueblo donde vivían.

Mi madre también fue muy valiente, a su manera, pero lo fue. Se guardó y me guardó a mí en una especie de resistencia interior, no permisiva en los asuntos de la autonomía personal. Y mi otra abuela, la abuela Estefania, al quedarse viuda con dos hijos, el menor de 4 años, haría de mujer y de hombre en una casa labradora en años en los que el cultivo de la tierra y el cuidado del ganado, al no existir apenas herramientas electrónicas, era todo artesanal.

Así que si, por historia siempre he sido muy consciente de que había que espabilar para ocupar un lugar en el mundo. Desde el principio. Sin demasiado ruido pero sin pausa. Mi generación se abrió hueco en la esfera pública con sutileza, para no molestar demasiado y que la dejaran hacer. Luego, cuando menos se lo esperaba la sociedad, las niñas de entonces, que habíamos ido al colegio y adquirido más tarde estudios universitarios al lado de los chicos, estábamos reclamando la igualdad de derechos pues nuestras cabezas tenían los mismos conocimientos que pudieran tener ellos en tiempos de predominio masculino en cualquier oficio y distinción.

A partir de entonces el discurso sobre el derecho a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres se generalizó; dejó de ser minoritario o propio de unas pocas féminas adelantadas (que siempre las hubo) y alcanzó notoriedad. Se caminó poco a poco, al principio con timidez, había tareas propiamente femeninas (al decir de las buenas costumbres) que tuvimos que aprender a enseñar a nuestros compañeros para compartirlas. En contra de quienes cargan contra los hombres de aquellos tiempos, yo quiero reivindicar aquí lo mucho que nos entendieron y ayudaron a conseguir los objetivos. Tampoco fue fácil para ellos. Cualquiera que se metiera en la cocina o tendiera la ropa era tachado, por la ideología dominante, directamente de mariquita o calzonazos. Si hoy el reparto de cualquier tarea doméstica, o del cuidado de los hijos, es una realidad, también se debe a que los padres y abuelos de los actuales lo empezaron a hacer por puro respeto a sus compañeras, entendiendo sus necesidades de autonomía.

La evolución y el progreso en este campo han sido extraordinarios. Pero ahora creo que el movimiento de las mujeres se ha estancado en una confusión de objetivos, algunos justificables y otros no tanto, en mi modesto entender. La entrada dentro del colectivo de una serie de movimientos diversos con necesidades específicas, las peleas dialécticas por la prioridad de unas u otras, e incluso las disquisiciones sobre lo que es o no es una mujer, se nos antojan a muchas una perversión del fin prioritario y que no es otro que conseguir la plena equiparación en derechos y deberes de ambos sexos. Y la igualdad de oportunidades de los dos para vivir y desarrollarse de la manera más completa posible.

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