Mi ojito derecho
Clorinda Power

Me he acostumbrado, supongo. A ver a mis amigas ilusionadas pero doloridas, cansadas, desaliñadas, aburridas y desesperadas. Ser madre las supera.

Estoy convencida que lo que les hace tirar hacia delante tiene muy poco que ver con la razón y sí con la inercia. Una no puede dejar de ser madre. Pero tampoco puede elegir si ser una madre feliz o todo lo contrario. Es la naturaleza la que hace que les suba la leche y les crezcan las tetas. Pero son las circunstancias las que hacen que se compadezcan y son las decisiones que toman las que les hacen sentir que llevan el pelo sucio, que no duermen lo que les gustaría, que les duelen los pezones. Que ya no volverán a disfrutar de ellas mismas. Tampoco nosotras.

Como aquel que dice que volvería a tener 20 años, a ser estudiante, a ir a la universidad para no tener que levantarse temprano para ir a trabajar, las madres dirían decir que volverían a ser mujeres sin bebés a los que amamantar. Echar de menos la libertad y añorar la independencia. Qué legítimo. En cambio, seguimos permitiendo que los hombres tengan la opción de responsabilizarse o no de sus hijos, de tomarse o no el tiempo de cuidarlos, atenderlos, educarlos. A cambio, nos conformamos con decir que ellos nunca sentirán el amor que nosotras sentimos, el amor que sienten por nosotras nuestros hijos. Pero estoy segura de que aunque se nos reconozca el mérito, sabemos que el premio no está bien repartido.

De todos los bebés y las tripas que acaricio en los últimos tiempos, recuerdo perfectamente que los ánimos que he dado se los he dedicado siempre a ellas y nunca a sus parejas. Quizá porque ninguno de ellos me ha mirado con ojos vidriosos, ni se ha mordido el labio antes de decirme que está desesperado. Quizá porque cada vez que las miro a ellas, dejo de ver a sus parejas superfluas, prescindibles, injustas. O quizá no tenga razón en nada de lo que digo.

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