Cáceres se suma a la concentración en contra de las leyes trans
Manifestación feminista. Archivo.

Desde mi ventana
Carmen Heras

Cuando el DJ le preguntó a la primera Balón de Oro femenina, Ada Hegerberg, si sabía “perrear”, en el momento mismo en que estaba recibiendo el premio por su trayectoria en la Gala 2018, me acordé de una situación parecida, aunque no mediática, vivida por mi hace la friolera de unos cuarenta años.

Yo había terminado la carrera de Ciencias Físicas, en la rama de Electrónica, y acababa de lograr mi primer empleo. Era muy joven y mi familia estaba muy orgullosa. Y la de mi pareja, tanto o más. Al llegar a Cáceres me llevaron a conocer a familiares y lugares importantes para ellos, aprovechando los domingos para hacer pequeñas rutas, que a veces no eran tan pequeñas, y ser presentada por mis acompañantes, con alborozo.

En una de estas, recaí en un pequeño pueblo y en una de las casas del mismo. La dueña, una mujer viuda con hijos ya mayores, nos recibió con gesto, que a mí se me antojó solemne, y al enumerarle alguien mi currículo y cómo había logrado una plaza en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, me miró circunspecta y preguntó: “Oye, niña, ¿tú sabes coser?” Y yo dije: “no”. Y entonces ella pareció satisfecha, como quien resuelve un teorema, y todo mi “brillo” se vino abajo, jajaja.

Siempre he contado esta anécdota, poniendo el énfasis en el concepto de la humildad, en aquello de que nadie es perfecto y menos para los ojos que nos miran. Fue además en los años 1973/74, donde los roles femeninos tradicionales eran otros y yo estaba escapando del guión. Además, creo sinceramente que “saber hacer cosas” no es nunca malo, más bien al contrario, da autonomía y autoridad moral.

Hoy, con la experiencia adquirida, valoro otros matices. En la pregunta incisiva observo, no únicamente la observancia de unas reglas que marcaron lo qué una mujer debía saber y no saber, para su propia autoestima y el respeto del resto, sino también un intento disimulado de que todo siguiera siendo así para no tener que recapacitar sobre el éxito, o no, de los quehaceres de la propia existencia de quien preguntaba. Una niña recién salida de la universidad, con un título universitario superior, hasta la fecha propio de varones, ponía en solfa (aún sin buscarlo) todo el mundo real de mi interpelante y con él, el mundo de todas las mujeres dedicadas a procrear y cuidar una casa (la casi totalidad de las existentes).

Por eso la revolución de las mujeres de mi época ha sido tan grande, porque apenas hemos dedicado tiempo a discutir. En vez de ello “hemos hecho”, y, con tanta potencia, que aún no hemos sido perdonadas. Nos colamos por cuanta rendija encontramos al paso con una especie de insolencia, como coraza, que nos funcionó. Comenzamos a salir de casa e independizarnos a edad muy temprana, a vivir en pareja, a saber lo qué era una tertulia de hombres o un cine club cultural de cine brasileño… indagando, indagando, con nuestros cinco sentidos, a fuerza de inteligencia y osadía. Sin pedir permiso. Aguantando la frustración de no ser comprendidas, hasta el final. Pero, ¿por qué te metes, pero para qué lo necesitas, pero por qué lo quieres? son frases habituales que aún hoy resuenan en mis oídos.

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