La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Escribir sobre un amigo que ya no se encuentra entre nosotros es a la vez un deber y un orgullo. Es responsabilidad de los que aquí quedamos evitar que el olvido se afiance y borre los pasos de los que compartieron el mundo con nosotros; es un honor describir las hazañas, las virtudes y las particularidades de quien ocupó un sitio a tu lado mientras crecías, disfrutabas y conquistabas un lugar en la sociedad de la que él disfrutó menos años de los que merecía, pero a la que ofreció un sinfín de beneficios y peculiaridades.

La otra noche Mario, amigo, nos encontramos sin haberlo previsto y volvimos a hablar de ti. Esas charlas te resucitan un poco. No fue un tributo acordado con antelación, no era otro Domingo de Ramos en el que poder recordarte – como aquel día infausto en el que nos abandonaste -, solo éramos un grupo de viejos amigos que teníamos en común muchas cosas y, entre las más importantes, haber convivido contigo mucho tiempo pero no el suficiente. Surgieron las anécdotas de manera un poco atropellada porque todos queríamos el turno de palabra; recordamos un montón de vicisitudes que teníamos alojadas en la parte mejor custodiada de la memoria, esa que seguro será la última en desaparecer.

Volveremos a juntarnos y dedicaremos una parte de nuestra conversación a tu recuerdo

Rememoramos tus infinitas correrías por la banda en las que aburrías a los más avezados rivales hasta llevarlos a la exasperación; estuvieron otra vez presentes tus mil maneras de motivar al compañero alicaído para que acabara la contienda, si no victorioso, al menos orgulloso y satisfecho por el esfuerzo; tuvimos presente las muchas veces que respondiste con elegancia y compostura a lo arrebatos de los rivales, que acababan rindiendo pleitesía a tus buenas formas. Revivimos tu tenacidad inquebrantable para salvar los obstáculos que la vida iba interponiendo en tu marcha; evocamos tus chascarrillos, las innumerables veces que nos hiciste reír, todas las ocasiones en las que tu opinión -ponderada y ecuánime siempre- nos servía de guía para restablecer la armonía perdida y las buenas sensaciones que se habían difuminado, los momentos en los que nos preocupaste porque las cosas no salían como habías planeado…

También lloramos, amigo. No hay día en el que retorne tu recuerdo que no acabe con unas lágrimas y es que no acabamos de acostumbrarnos a tu ausencia. Seguimos todos con nuestras rutinas: los hijos, el trabajo, las ocupaciones que parecen multiplicarse y la diversión del fin de semana se suceden, pero no es lo mismo. Todavía tenemos la sensación de que vas a aparecer -el último, como siempre- y, tras un “¿cómo estáis murgaños?”, nos vas a abrazar uno por uno, te vas a preocupar por nuestras familias, por nuestras tareas y vas a pedir una ronda para todos. Aún pensamos que vas a entrar en el vestuario batiendo palmas, profiriendo gritos de ánimo para todos y preferimos quedarnos con esa imagen y no la de aquel último día, con San Juan tan abarrotado que muchos no pudimos ni acercarnos a ti porque todos querían despedirse, sin creer del todo que ya no respirabas, sin aceptar que ya no nos veríamos otra vez, sin palabras…

Volveremos a juntarnos y dedicaremos una parte de nuestra conversación a tu recuerdo; eso significa que no te has marchado del todo, que has dejado un poso que no se extingue y habita en nosotros para que disfruten de ti los que no tuvieron la fortuna de conocerte.

Te falló el corazón, amigo, pero no fue porque albergara un defecto, es que no te cabía en el pecho.

Para ti Mario, que vives aún entre nosotros.

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