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Lunes de papel /
Emilia Guijarro

Hace muchos años, cuando las mujeres cosían en la puertas de sus casas, en las tardes de verano, mi madre, mis tías, y sus vecinas se sentaban a repasar la ropa; un pequeño siete en la camisa, un botón que se ha caído, unos calcetines a los que se les ha hecho un «tomate», y que puntada a puntada, había que rellenar sobre el huevo de madera. Entre puntada y puntada, iban contando historias, que a veces interrumpían bruscamente porque «había ropa tendida», es decir, en el grupo también estábamos algunas niñas, sin perder detalle de las conversaciones de las mayores. En ocasiones, bajando la voz, contaban lo que le ocurría a una vecina, de una calle cercana, a la que su marido, «un celoso perdido, un borracho, un mal hombre», no la dejaba poner un pie en la calle; nunca salía de casa, eran los niños pequeños los que hacían los recados, con el dinero justo que le daba el padre. A ella sólo la dejaba ir a misa de siete, a la que iban los que estaban de luto. Todas ellas se compadecían de lo que le pasaba a aquella desgraciada, pero no pasaban de ahí, porque tenían también presente aquel dicho que de vez en cuando sacaban a relucir: «entre padres, hijos y hermanos, que nadie meta la mano» .

Y así entre chismes, historias y criticas, entre hilos y agujas, pasaban las tardes sentadas a la sombra pegadas al cesto de la costura.

Cuando, camino de la escuela, pasaba por delante de la casa, siempre me intrigaba aquella puerta cerrada a cal y canto, aquella ventana con la persiana bajada, y me imaginaba como sería la vida de aquella mujer encerrada en vida.

Entre puntada y puntada, iban contando historias, que a veces interrumpían bruscamente porque «había ropa tendida»

Muchos años después, estas prisiones siguen existiendo. Lo hemos visto en Benalmádena esta semana. Una mujer encerrada ha pedido auxilio a través del cuaderno de los deberes de su hijo. Ésta, al menos, ha tenido el valor de intentarlo, de romper los muros, y lo ha conseguido. A través de su historia, hemos podido seguir el rastro de otras historias. Desgraciadamente no estamos ante un caso aislado.

El 16 de enero otra mujer, esta vez en Carballino, en la otra punta de España, ha denunciado tres años de encierro, que ha callado, por miedo y por vergüenza. Miedo y terror de quien la controlaba en todo momento. Ha contado en el juicio que llegó a recibir hasta cincuenta llamadas de teléfono en un solo día.

Estamos ante la condena más injusta que sufre una mujer inocente, una condena dictada por un juez, su maltratador, en la que no hay ni permisos, ni reducción de penas, ni redención posible y que en muchos casos la libertad sólo se consigue con la muerte.

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