La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Al entrar en el tanatorio percibí la misma desagradable sensación de siempre. Noté que la empresa que lo gestiona se había esforzado en aligerarlo de los colores oscuros, amueblarlo mejor para que descanse el cuerpo, que no el alma, y facilitar los accesos de manera que la entrada se hiciera menos costosa, porque la salida siempre es diligente. Apenas había gente; el único fallecido era el padre de mi buen amigo Ricardo que nos había abandonado tras sufrir durante años una tortura que no merecía. Lo encontré enseguida y nos abrazamos sin mediar palabra. Mostraba un sosiego, una paz que no observaba en él desde hacía mucho. Enseguida comenzó el relato de todo lo que le ligaba inexorablemente al difunto, a modo de legítimo homenaje. No sólo le había cuidado con pasión y esmero durante los años en que la vida del ser humano está vinculada sin remedio a sus progenitores, además se había convertido en un ídolo que imitar si querías incorporarte con orgullo a la sociedad; no había conocido a nadie que se condujese con la misma prudencia y rectitud semejante. Ya en edad madura, se convirtió en consejero y mentor, pero sin olvidar las muestras de cariño que había derrochado siempre, esas tan necesarias -poco menos que imprescindibles- cuando te abruman las obligaciones; también a la altura de los mejores amigos y capaz de hacer feliz a su esposa hasta los últimos segundos de su existencia.

Todo se torció hace unos pocos años. Primero fueron lo pequeños olvidos, no recordar la visita de alguno de sus hijos unas horas antes; después la desorientación que le hacía dar vueltas -como despistado- mientras buscaba el camino que le condujera a lugares que frecuentaba casi a diario, en ocasiones la vestimenta estrafalaria, anómala. La fatiga, la pérdida de concentración y la apatía fueron los siguientes compañeros de un viaje cada vez más tortuoso. Contaba Ricardo que por esa época ya tenían un diagnóstico -Alzheimer- y se lamentaba porque, si bien todos hemos de morir, a su padre le había tocado lidiar con el enemigo más despiadado.

La fatiga, la pérdida de concentración y la apatía fueron los siguientes compañeros de un viaje cada vez más tortuoso

Poco después llegaron la afasia, los cambios de humor, el no reconocer ni tan siquiera a sus hijos, el descuido en su higiene o la incapacidad para ponerse los calcetines. Ya entonces, Ricardo y sus hermanos pedían clemencia a la muerte que se retrasaba como si hubiera decidido aplicar un martirio ejemplar a quien no había hecho más que el bien a lo largo de su existencia. Los últimos meses, ya postrado, llegaron los temblores y la incontinencia para demostrar que el sufrimiento no tiene límites.Sólo en este instante brotaron unas pocas lágrimas de los ojos de mi amigo. La placidez que había mostrado se entendía con facilidad si te das cuenta de que el óbito se presenta en ocasiones como una liberación y no como una desdicha irremediable. Se esmeraba Ricardo en continuar el relato de los hechos más lejanos para que recordáramos a su padre tal como era en realidad, con las virtudes que le hicieron irrepetible, rodeado de las personas que le habían querido y admirado. Quería olvidar la inapetencia, el silencio, las sonrisas bobaliconas, las miradas vacías, los gestos imprecisos, la abulia perniciosa, el empobrecimiento paulatino hasta convertir a una persona repleta de cualidades y buenos sentimientos en una vasija hueca incapaz de decidir ni tan siquiera cuándo dejar de sufrir.

Tras pasar mucho rato con él y grabar en mi memoria lo mejor de la vida del finado, me despedí. Al salir del tanatorio había dejado de experimentar la sensación de desasosiego que siempre me acompaña en él: me había topado con la mejor cara del último tránsito.

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