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Cánovers /
CONRADO GÓMEZ

Caminaba el otro día con la cabeza en musarañas varias, cuando me asaltó una devastadora reflexión, de esas que te dejan el ‘come-come’. La distraída masa gris se avivó con un reportaje que emitió La 2 a altas horas de la noche. Ya saben, esos espacios reveladores y sumamente interesantes que pasan a horarios intempestivos, no vaya a ser que los vea la gente y abandone la tendencia iconoclasta que tenemos a flagelarnos con telebasura y programas de inteligencia regresiva, del tipo Gran Hermano o los sucedáneos apocalípticos que emanan de las miserias del ser humano. “Me gusta porque no me hace pensar en problemas”, suele ser el argumento con el que justificamos nuestra adicción a vivir la vida de los demás. Precisamente sobre la vida y su percepción me asaltó la reflexión que les comentaba antes de hacer este breve inciso sobre la cotidianidad. El reportaje de La 2 hablaba de cómo la tecnología ha cambiado drásticamente la forma de relacionarnos y de cómo el nuevo entorno también genera problemas desconocidos hasta ahora. Hablaba incluso de un centro de desintoxicación de usuarios de móvil, y daba un dato terrorífico: pasamos una media de 6 horas mirando la pantalla de nuestros dispositivos. Los chavales, que trataban de volver a conectarse con el mundo a través de la conversación y la contemplación, reconocían que sufrían ataques de ansiedad después de algunas horas sin chequear su estado en el Facebook o no refrescar su timeline en twitter. Ponía de manifiesto, también, que la forma de buscar relaciones amorosas y sexuales ha evolucionado. Ahora somos mercancía y el esfuerzo por conquistar a la otra persona se ha sustituido por mensajes donde intercambiamos datos y sexo. Es todo mucho más directo, más práctico, más sincero. La tecnología es la celestina que antes intermediaba, es el amigo que nos presentaba a una chica, es quien tiene la licencia de cerrarnos un buen plan para esta noche.

Ahora somos mercancía y el esfuerzo por conquistar a la otra persona se ha sustituido por mensajes donde intercambiamos datos y sexo

Las redes sociales han modificado incluso la forma en la que nos percibimos, si es que ya hacemos tal cosa. Antes viajábamos, conocíamos gente y nos tomábamos fotos para recordar el momento pasado. Las redes lo han cambiado todo. Ahora viajamos para tomar la foto y compartir entre nuestros contactos el momento de felicidad o de aparente éxtasis, pues la realidad a veces no coincide con nuestras pantallas. Los usuarios deben actualizar continuamente su estado, porque si no lo cuentas es como si no estuvieras. ¿Por qué? No valoramos la intimidad que antes protegíamos con uñas y dientes. Nos hemos dejado comer lo íntimo, sin apenas darnos cuenta. Es más, con nuestra absoluta complicidad. Ya no tenemos opción de no subir fotos o meter un post. Si no lo hacemos, perdemos vida digital. Estamos enganchados a los ‘likes’ o los ‘compartidos’ como si de verdad importara una mierda. Nos estamos olvidando de que la vida es lo que está ahí fuera mientras nos entregamos al onanismo virtual. ¿Vivir para contarlo o contarlo para vivirlo? He ahí la cuestión.

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