Desde mi ventana
Carmen Heras

La primera vez que hice un crucero el capitán ordenó un simulacro. Táctica habitual, por otra parte. Un simulacro es una simulación, en este caso de accidente, para enseñar al viajero lo qué debe hacer, si (Dios no lo quiera) se produjese una avería en el barco y fuera necesario el abandono del mismo. No me gustó un pelo. Corríamos por las zonas señaladas en plan momento desastre del Titanic y a pesar de saber que era una teatralización, el ejemplo nos imponía. Nos agruparon en cubierta, nos dieron chalecos salvavidas y tuvimos que ocupar las barcas hinchables para descender del transatlántico. En medio del alboroto general -mitad risas, mitad respeto por la maniobra- los cuerpos se tropezaban los unos con los otros, como si se inhibiesen, o no supieran hacerlo…Que se yo.

Aquí y ahora, también nosotros parecemos movernos con cierta torpeza, deben ser los coletazos de la pandemia, de la que hemos aprendido tan poco. Que nos ha envejecido hasta las entretelas. Por fuera, por dentro. Volviéndonos más pobres, más irritables, continuamente basculando entre la estampida y la calma chicha -a decir de una amiga socióloga-. Eso sí, todos disfrazados de deportistas. Porque hay que ver lo que uniformizan unas zapatillas y un chándal, menuda comodidad. Arreglaos pero sencillos. Todos iguales. Aunque sea un simulacro.

No pude evitar esta sensación, el otro día, al ver las imágenes de la gala de los Goyas 2022. Mucha escenografía. Ellas, irreconocibles de tanto maquillaje, aunque tan igualadas en el fondo; ellos, los más, buscando no perder la atención de los otros componentes del “circuito” (medios de comunicación incluidos) para seguir existiendo dentro del mismo, si no por el arte y la profesionalidad, al menos por el vestido y la estética. Fíjense, que no hablo de las nominaciones o los premios, que para eso la iglesia tiene sus doctores, sino del tono en el desarrollo de un acto (en mi modesta opinión) rebosante -con sus falsos esplendores de vestidos y joyas- de falta de autenticidad. Puro simulacro de otros espectáculos ya famosos, pero sin su aroma. Y la sensación de que las decisiones puedan estar tomándose alrededor de una “mesa camilla” donde unos pocos distribuyen méritos alrededor de afectos y allegados, bendecidos por una gran campaña publicitaria de medios que subsisten (en parte) porque se adaptan al formato y lo hacen suyo.

Que gire la rueda, amigos lectores, todos nosotros cada vez más descreídos e insensibles, más insolventes o más cínicos. Que sabemos acá. Ya pueden unos cuantos bien intencionados seguir gritando honorabilidad por las esquinas, que nadie detendrá un camino diseñado por quienes mueven al mundo mientras sonríen burlones (“tonto el último”). Aunque sea un simulacro. Cada vez resulta mas evidente la necesidad de una patada estratégica al tablero. Un cambio de guión, un insólito desparpajo, una ética profesional, una valentía inteligente que rompa la inercia de un sistema que necesita restauración. Adelantarse a los acontecimientos. No sucederá. No, al menos, por el momento. Esta es una etapa decadente. De desequilibrios. En casi todo.

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