La amistad y la palabra /
ENRIQUE SILVEIRA
Cualquiera que pretenda instruir en la buena expresión conmina a utilizar vocablos sencillos, fáciles de entender y que no se presten a las malas interpretaciones. Si siguiéramos esas advertencias, procuraríamos evitar términos con contenido demasiado sustancioso que parecen describir una vida sumergida en el drama romántico, cuando el ser humano tiende más a ser el espejo del protagonista de una comedia costumbrista.
Habrá quien quiera emular la vida de Hemingway y se vea obligado al uso de tales expresiones si se quieren definir con exactitud sus experiencias, pero, generalmente, los que nos rodean suelen llevar una vida más tranquila que la del escritor estadounidense, paradigma de alma inquieta y torturada, y sus tribulaciones se asemejan más a las de Alfredo Landa en una de sus películas setenteras.
Comencemos por el habitual uso de palabras que sirven para definir hechos que no acaecen con asiduidad, pero que se escuchan más a menudo de lo que podría esperarse. “Cómo lo odio” es una expresión que surge tras cualquier roce sin tener en cuenta que la palabra odio define un sentimiento nada fácil de adquirir (antipatía o aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea), como ya dijera Pascual Duarte en la inolvidable novela de Cela: “Que ni el amor ni el odio fueran cosa de un día”.
Muy mala suerte hemos tenido en la vida si cabe la posibilidad de tildar con tales términos a los que nos rodean
Es verdad, a lo largo de la jornada nos vemos envueltos en circunstancias que pueden provocar su uso, aunque objetivamente no sean más que contingencias cotidianas: madrugar, pagar impuestos que otros eluden con regocijo y a la vista de todos, reiniciar el trabajo tras las vacaciones, un conductor en doble fila que cree haber desaparecido detrás de sus luces de emergencia, perder después de malgastar cuatro bolas de partido…Pero aplicarlo a un ser humano comporta una responsabilidad que pesa cual losa. Solo con repasar los sinónimos se altera el pulso: abominación, aversión, aborrecimiento, repugnancia, encono, execración, saña, hostilidad… Muy mala suerte hemos tenido en la vida si cabe la posibilidad de tildar con tales términos a los que nos rodean. Habremos de encontrar alguna palabra que defina nuestros sentimientos con mayor exactitud sin caer en el tremendismo o el falso apasionamiento (molestia, fastidio, incomodidad, agobio…), aunque nos haya sentado fatal iniciar el día cuando aún no había amanecido, tengamos entre las manos la declaración de la renta, esa con la que íbamos a costear las vacaciones y nos obliga a pagar aún más de lo que ya ha recibido Hacienda, verle la cara otra vez a nuestro jefe tras pasar dos semanas entre beldades en biquini, nos apetezca pasar por encima del que obstruye un carril entero por su propia comodidad y debamos pagar las cervezas de los que estuvieron cuatro veces a punto de perder.
Así evitaremos que resuenen en nuestro interior las palabras de Ortega y Gasset ”Odiar a alguien es sentir irritación por su sola existencia”.