La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Recordaba Juan que de niños se daba por hecho que a los padres solo los separaría la muerte. Era un compromiso adquirido ante un cura, el embajador de Dios en la tierra, y su incumplimiento debía comportar poco menos que la condena eterna, así que las discusiones conyugales resultaban desagradables -a veces estremecedoras-, pero pensaba que esos encontronazos no supondrían la separación definitiva de los progenitores; imaginaba que no serían tan estúpidos de predisponerse nada menos que contra Dios por un desacuerdo que seguro podría resolverse con medios terrenales. Esta percepción se sustentaba en un hecho irrefutable: no se conocían parejas separadas; sin embargo esta endeble estructura se derrumbó cuando supo Juan que los padres de Antonio, su compañero preferido, vivían en domicilios diferentes, incluso habían acudido a la comunión de su hermano pequeño cada uno por su cuenta y apenas se hablaban. Contaba Antonio entre lágrimas que en casa seguían las rutinas habituales, pero echaban de menos a su padre al que veían solo una vez a la semana. Parecía una desgracia colosal, casi insuperable.

Ya adulto, rememoraba Juan esa experiencia y la comparaba con la situación de su familia y la de sus allegados: de sus cinco hermanos, tres se habían separado y la conversación más habitual entre sus amigos íntimos versaba sobre los problemas conyugales. Los tiempos habían cambiado tanto y tan rápido que no se reconocían. Ahora le tocaba a él; tenía la necesidad de vivir alejado de la persona con la que había compartido la mayor parte de su vida, a la que había querido como a nadie… pero con la que nada tenía ya en común. Y suponía un cambio tan drástico en su existencia que en ella predominaban el miedo y la incertidumbre tanto como las ganas de iniciar una nueva andadura para mitigar el hastío que reinaba en casi todas las horas del día, más allá de las obligaciones y el sueño. Divorciarse es como morir un poco para renacer y encontrarse de nuevo con la vida, pero deja una cicatriz tan visible y dolorosa que no te permite maniobrar con la misma ligereza que se tiene cuando te enfrentas por primera vez a los avatares de la vida.

Entre su mujer y él todo estaba zanjado. Agradecía Juan la ausencia de gritos y reproches injustificados; eso sí, como en todas las rupturas la amargura se había instalado de tal manera en su alma que parecía imposible que pudiera ser desalojada en breve. Tocaba comunicarlo a la familia y eso le torturaba; sus padres lo aceptarían porque no era la primera vez, pero igual que en anteriores ocasiones considerarían el hecho como un fracaso. ¿Es un fracaso dejar de querer? Le preocupaban sobre todo sus hijos. Una buena parte de sus amigos había vivido esta situación, pero experimentarlo en las propias carnes era otra cosa. Explicar que se sigue siendo padre tras dejar de ser marido no resulta tarea fácil, alejar el sentimiento de culpa de los que se ven implicados en este proceso, tampoco.

Los divorciados han dejado de ser bichos raros, sólo son personas que tomaron decisiones cuando descubrieron el amor y de igual forma -sin abandonarse en la apatía y la resignación- fueron atrevidos al percibir que les había invadido el desamor. No se piden disculpas por notar que el corazón late en otra dirección; no se es un egoísta irredento por pensar que aún te quedan unas gotas de pasión que puedes invertir en otros lares. Además, cabe la posibilidad de que vuelva la placidez tras un tiempo de zozobra: sólo hacen falta dosis poco habituales de determinación y optimismo.

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