La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Ese día atravesó la puerta por la que solía volar con cuidadosos pasos para sortear los obstáculos a los que en momentos no muy lejanos ni siquiera prestaba atención. Apoyada en el brazo de su marido, el padre de sus hijos, socio y camarada en tantas cosas, inició la lenta marcha hacia el vehículo que la transportaría hasta su casa. Acostumbrada a la celeridad, al vértigo indispensable que requiere la hostelería si quieres que el cliente hable bien de ti y vuelva otra vez, le vino a la cabeza el recorrido hasta el altar que hizo del brazo de su padre para unirse a su compañero de toda la vida. Aquel trayecto se hizo muy despacio porque hay instantes en esta vida que están peleados con la rapidez y además conviene disfrutarlos lo más posible porque tienen categoría de inolvidables. A pesar del mucho tiempo en común, aún ambos paseaban agarrados de la mano, pero no del brazo, que parecía una costumbre de otra época y solo apetecía cuando apretaba el frío. Ahora, sin ese refuerzo, su lento caminar sería imposible. Contrastaba la escena con las fulgurantes idas y venidas al interior del local de sus compañeros de trabajo que seguían con su labor mientras dedicaban una última sonrisa de despedida a la que habitualmente los organizaba y marcaba un ritmo frenético para el buen discurrir del negocio.
Unas pequeñas molestias la alertaron. Cuando fueron a más no tuvo más remedio que acudir al médico, al que solo había visitado por indisposiciones de los hijos. El diagnóstico no se hizo esperar porque se debían tomar determinaciones con la mayor rapidez: el cáncer no espera.

Tras la operación, su marido comentaba a los allegados que la reconstrucción de sus entrañas era la obra maestra de la historia de la fontanería y que nada podía fallar. Se agradecen los ánimos cuando te enfrentas a una disrupción de tal magnitud que te parece que nada será como antes. La alegría se contagia como muchas enfermedades y cuando te enfrentas a un enemigo tan despiadado conviene que los taciturnos, los pesimistas y los agoreros se alejen lo más posible y dejen el espacio a los que saben contener las lágrimas aunque tengan un nudo en la garganta.

De vez en cuando, si la terapia se lo permitía, se acercaba al restaurante para cerciorarse de que el mundo seguía girando y que podría incorporarse a él en cuanto sus ahora endebles piernas volvieran a ser las de antes. En esas visitas, agradecía compartir unos instantes con los que habitualmente pasaban la mayor parte del día con ella y soñaba con acelerar sus pasos hasta moverse entre ellos con la soltura habitual.

Lo peor era la vuelta a casa. Los pocos metros que debía recorrer hasta el coche se hacían interminables porque siempre encontraba a alguien que la paraba para preguntar por la evolución de la enfermedad – obviando las evidencias – con una inmejorable intención, pero que le resultaba cada vez más insoportable.
 Algunos la trataban como si la dolencia hubiera socavado su inteligencia y ello la hubiera retrotraído en el tiempo hasta ubicarla en la más tierna infancia; otros requerían detalles de la patología con la que se había encontrado sin previa cita y de la que quería separarse lo antes posible; le recordaba a aquellos impertinentes que en cada encuentro te preguntan por personas que deseas olvidar cuanto antes y que ellos hacen resucitar; algunos incidían en los efectos de la terapia, probablemente sin percibir los quilos de menos o la falta de brillo en los ojos. Los peores te daban palmaditas como las que se dan al perro del vecino cuando revolotea a tu alrededor y se marchaban con la conciencia tranquila porque habían hecho la buena labor del día.

Eso sí, la familia se había adaptado a los entresijos de la enfermedad, pero no había perdido la frescura en el trato. Se hablaba lo indispensable de las exigencias de la terapia, pero dejaban claro que el futuro esperaba impaciente a que todos juntos se erigieran en protagonistas, ninguno podía fallar porque el elenco cojearía.

Ese bendito brazo puede ser solo un elemento de cortesía en próximas visitas en las que el paso será como aquel de ceremonia, pero esta vez porque merece la pena recordar el día en el que vuelves a la vida, arrinconas la enfermedad y te ocupas de todo con más bríos que antes.

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