Desde mi ventana
Carmen Heras

En la toma de posesión de los componentes del equipo rectoral, una Vicerrectora muy querida por mi, se dirigió al rector y al público asistente para manifestar en nombre de todos el agradecimiento a la distinción, y su compromiso con el trabajo y esfuerzo durante el tiempo de mandato. En un momento dado, se dirigió a su pareja y a la de cada miembro del equipo, por sus nombres de pila, para solicitarles comprensión pues a partir de ahora van a quitarles tiempo de estar con ellos, en favor del trabajo de gestión en la universidad.

Entiendo el gesto, desde luego, pero (aún respetándolo y mucho) no pudo menos de asombrarme y producirme una pequeña reflexión hecha desde el cariño. Vuelvo la vista atrás, hacia mi propia historia, y no me veo haciendo lo mismo con mi gente y mi familia. No, en público. Y hay que ver la de horas de mi vida personal que yo he regalado, cedido, empleado…(como quieran ustedes decirlo) al trabajo colectivo, al bien común.

¿Por qué no lo hice? Porque nunca fue necesario explicarlo (en y fuera de casa) de manera explícita. Entraba dentro del respeto a mi propia independencia personal, se apoyaba en la debida madurez de todos, y formaba parte del propio compromiso que cada miembro de mi querido núcleo familiar adquirió junto conmigo (por haberme dedicado yo a la cosa pública) a favor de gente anónima y sin exigir ninguna clase de premio para ellos mismos.

La carga de la prueba se sustenta en los testimonios demoledores de las malas prácticas políticas

Es cierto que la vida demuestra que dicho planteamiento no ha funcionado en todos los casos. Entre las personas involucradas en el trabajo público (político o de otro tipo cualquiera) hay muchos y muchas con vidas personales estropeadas. En Madrid, decíamos cuando tratábamos este asunto que “para estar en política o te entiende tu pareja o te tienes que divorciar”. No hay otra. Revisen y vean. Es cierto que últimamente ha adquirido prestigio la supremacía de la vida personal sobre otras obligaciones. La carga de la prueba se sustenta en los testimonios demoledores de las malas prácticas políticas. Pero, a mi entender, creo que subyace (además) y de manera sibilina, una disminución del coraje femenino para dar por sentado su derecho real a entrar y trabajar en los campos de dirección del sector político, académico, etc. Mi mente recuerda aquella chica vallisoletana que mientras estuvo estudiando conmigo enrevesados apuntes de Física, acunaba a su hijo en la cuna, pues al marido ni se le veía ni se le esperaba. En el gesto, aparentemente anodino, había el empuje de las grandes decisiones que impulsaron los derechos públicos de las mujeres. Tampoco ella pidió permiso para hacer una carrera. Y allí estaba, haciéndola.

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