Historias de Plutón
José A. Secas

“Mantener el hábito de la escritura. Ese, es mi primer y único objetivo, de momento. Elijo el medio, que es dónde está la virtud. Prefiero no quedarme corto con un “voy a ver si hago algo, si eso…”, ni tampoco pasarme con una ambición desmedida en forma de compromiso asumido por escrito y cacareado a los cuatro vientos. Ya me ha ocurrido  una vez y no quiero otra dosis de la misma medicina. Con ir dándole hilo al carrete, tengo bastante. Por ahora, me puedo entretener en cualquier detalle para colocar con gracia las palabras que cuenten lo que veo o lo que siento, pero, la verdad, estoy como desganado. No sé”. Eso lo escribió cuando todavía estaba vivo (intelectualmente hablando), quizás bajo la resaca de haber escrito una novela. Luego, un vacío apático y sin voluntad se apoderó de él y abotargó sus sentidos. Pasaron los días y, al principio, la ausencia de motivación le tenía un poco confundido. Nunca se había sentido así. Claro que había pasado malas rachas y tenido que hacer grandes esfuerzos para concentrarse en tareas, trabajos, obligaciones o responsabilidades asignadas o asumidas, pero en aquella ocasión, sentía que había desaparecido la esencia de su persona inquieta y curiosa. No encontraba atractivo a hacer cualquier cosa y las tareas pendientes no ejercían ningún tipo de estímulo o presión sobre su voluntad. Ni los instintos o los deseos hacían que su apatía se desgastara y permitiera la vuelta de la ilusión; aunque fuera vaga o vana. Nada llamaba su atención; así que decidió abandonarse a su suerte y, más que fluir, estarse quieto o, mejor, tirado, mirando a las nubes, con la mente liberada, respondiendo solamente a la satisfacción de las necesidades primarias. Ni un libro, ni una app, ni un programa de televisión, ninguna canción que escuchar… ¡nada! Empezó a comer solo basura, a dormir mucho y ya está. No tenía cargo de conciencia porque la propia consciencia estaba abotargada. No necesitaba pensar. Más que dejar la mente en blanco, había conseguido oscurecerla hasta no distinguir sus pensamientos. La negrura de su mente no le asustaba. Más que indolencia, lo que impregnaba su espíritu era simple abandono. Dejación total de responsabilidades; ni siquiera la de mantenerse vivo. Había perdido hasta el instinto de conservación. Y no, no era que hubiera caído en depresión y quisiera morirse; era una renuncia sobrevenida de origen indeterminado a hacer algo (cualquier cosa). Tampoco había llegado a ese estado a base de un proceso mental donde ensalzar la vagancia a niveles filosóficamente asumibles o tolerables que justificaran su actitud; no. Sencillamente se había apoderado de él, de su consciencia, de su entorno y de sus entendederas, un omnipresente vacío ocupado por la nada. Ni tan siquiera se ponía a reflexionar sobre ello o a tratar de entender su inacción y carencia de impulso. Tampoco se enrocaba en pensamientos que le llevaran a ese punto de consciencia donde te cuestionas lo que está pasando contigo. Le daba igual; ni se lo planteaba. Había conseguido rebajar los procesos mentales hasta tal punto de hacerlos inútiles o, al menos, inocuos para su salud que, por otra parte, era lo suficientemente buena como para mantenerle vivo. La decrepitud era inevitable y consecuencia lógica de la inactividad, pero eso no le asustaba. Lo cierto es que no le asustaba nada. Su escurrido y vaciado mental había afectado incluso al miedo. Pareciera que con cubrir sus necesidades básicas, tuviera bastante para vivir. En cierto modo, así era. No necesitaba más y tampoco se lo planteaba. No se cuestionaba tampoco su ausencia de inquietud ni entraba a valorar su propio estado porque, repito, la nada se había hecho la dueña y señora de su mente. Había superado la simplicidad mental del niño o del tarado hasta unos niveles imposibles de delimitar porque nadie había llegado tan profundamente a ese estado y había vuelto para contarlo. Conocer el cero absoluto y quedarse en él. Nada más. Ese era su último y definitivo logro. No quiso saber más de ese asunto; de “su» asunto. Cerró los ojos del alma. Y descansó de no hacer nada. Un poco más.

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